viernes, 16 de junio de 2017

Alchemy of acceptance

Estaba tendido de espaldas sobre el suelo de mármol blanco del Buddha Hall. En sufrimiento. Mi matrimonio de cerca de un año de duración se había venido abajo de mala manera.
Sentía la angustia, la rabia, la vergüenza, la pena, el temor al qué dirán y del futuro. De la vuelta a Chile, de los planes truncos, de las esperanzas defraudadas.
Al fondo había un grupo local haciendo música india, el que había ido a ver. En el vértigo de mi dolor sentía al fondo el sitar desgranando esas escalas raras de la música hindú.
Sentía dolor en mi cuerpo, lágrimas en los ojos, el abdomen apretado, los músculos contraídos, tal como venía recurrentemente sintiendo por la última semana y media.
Me acosté entonces de espaldas y sentí que la respiración casi no fluía, entre el tórax y el abdomen tensos. Sentí que bien podía hasta morir del sufrimiento, de la angustia.
Tendido entonces ahí, cerca del escenario, del mismo mármol albo, desde donde el maestro solía dar sus discursos, sentí que no podía ya hacer más, que llegaba al fin de mis fuerzas, al límite mismo de la desesperación.
En ese momento me acordé de algo que acababa de aprender en una de las terapias humanistas grupales a las que había asistido, lo llamaban alchemy of acceptance, o alquimia de la aceptación, y en la teoría decía que si uno permitía que alguna emoción penetrara y fluyera libremente por el cuerpo, este la iba a transmutar en otra cosa. Lo habíamos practicado un poco, y algo había alcanzado a sentir, pero la verdad no pasaba de ser un concepto a esa altura.
Acostado en el fresco piso esa noche lo recordé, y decidí probar, ver qué pasaba, total peor no podía ya estar.
Empecé a respirar profundo en mi abdomen, dejándome sentir el dolor en toda su plenitud. Casi sádicamente fui respirando en él, sintiendo como se repartía por cada parte de mi cuerpo, tomándose las extremidades, paseando por los músculos que forcé a relajarse y dejarlo pasar.
Fui sintiendo un dolor de intensidad creciente, casi insoportable, que se manifestó en forma de luz bajo mis párpados cerrados y la sensación de que mi cuerpo entero iba a explotar, el corazón latiendo como un martillo dentro del pecho, los pulmones casi sin aire, como un pez fuera del agua. Pensé en parar, que esto me iba a matar o destruir, pero decidí seguir adelante, hasta donde llegara y pasara lo que pasara, la música india muy en el trasfondo, dándome ánimos.
De repente, en cosa de un par de minutos tal vez, lo que era dolor insoportable fue cambiando en otra cosa, una calidez, una sensación amable, que corría por mis nervios. Fui sintiendo que la respiración se aligeraba, el corazón se tranquilizaba, algo se desprendía de mi cara y cabeza, sentí que el cuerpo se ponía más liviano y algo se expandía dentro de mí, desde el abdomen hacia el resto del cuerpo.
Estas sensaciones se fueron acentuando, moviéndose expansivamente, hasta que terminé sintiendo una nueva sensación de intenso goce corporal, sensual, de placer, de alegría.
Abrí los ojos y me incorporé sobre mis codos, mirando a mi alrededor con curiosidad y algo de asombro.
Estaba vivo, estaba en la India, sentía los ruidos de los pájaros nocturnos, la brisa tibia de la noche tropical, la gente sentada en el suelo por todas partes, inconsciente de la revolución que se acababa de producir dentro mío, los músicos que seguían tocando sus sitares, bansuris y tablas al fondo en armonía.
Sentí que todo cobraba sentido, que estaba más vivo que nunca, que estaba todo perfecto, que estaba en el lugar justo donde debía estar.
Sentí una inmensa gratitud por las bendiciones que estaba recibiendo, que había recibido durante toda mi vida. Recordé a mi familia con amor, me emocioné, lloré quedamente de alegría por la belleza que me rodeaba. Me quedé sin palabras, apenas el reconocimiento de que algo maravilloso estaba pasando. Me quedó apenas un pálido recuerdo del sufrimiento en el que me encontraba apenas cinco minutos atrás, una especie de leve retrogusto en el contexto amoroso en el que me encontré.
Y silencio adentro.
Decidí levantarme y acercarme a la música, mezclándome con todos los que ahí estaban, que se veían luminosos y amables. En silencio, solo, y a la vez más acompañado que nunca antes.
En ese momento decidí quedarme en India por todo el tiempo que fuera necesario.
Este estado permaneció así por un par de días. Algo de él se quedó para siempre.

Santiago, 16 junio 2017.


domingo, 4 de junio de 2017

Viejicleteros

Veníamos bajando en fila india un sendero sinuoso y bastante pedregoso desde El Panul. Veníamos felices, con la adrenalina propia de las bajadas, que se instala sobre las endorfinas ganadas a pulso y con sufrimiento en las subidas. De repente, sin saber ni como, la rueda delantera se me atasca en unas raíces y al tratar de compensar termina en 90º respecto del camino… resultado final, salgo volando, en un piquero por sobre la bicicleta y en un clavado de metro y medio de recorrido, que si hubiera sido en una piscina probablemente hubiese sido bastante guatazo, al ser en tierra con piedras lo fue también, pero con estrellitas ante los ojos.
Este conchazo reciente me hizo recordar el accidentado y por qué no decirlo, hasta heroico recorrido de nuestro grupo de cleteo de cerro.
Toda esta aventura comenzó a propósito de conversaciones con el Martín, cuasi primo, que llevaba ya un par de años subiendo y bajando cerros. Me dejé convencer de ir a dar una vuelta al parque Mahuida, hoy considerada un paseo corto y fácil, que resultó un buen comienzo. En esa ocasión fuimos con Silvestre, quien también estaba bastante entusiasmado con la actividad. Sin embargo, cuento al tiro ese desafortunado evento, Silve se bajó de la actividad antes incluso que existiera el grupo, producto de una caída en Quebrada de Macul, en que se enterró una rama en la pantorrilla y que terminó con puntos e inmovilización.
Desde ya, cualquier caída en el cerro que no termine ni con yeso, puntos u operación es una caída poco relevante, que solo aporta experiencia al afortunado. Las otras son el motivo de este relato.
El entusiasmo fue incrementándose subida a subida, contagioso además a varios notables coapoderados y amistades varias, todos bastante culposos de los asados y libaciones de los fines de semana, no bien compensadas con un ejercicio absolutorio.
Empezamos a subir así de forma reiterada la Quebrada de Macul, que retrospectivamente vista, no era la mejor ruta para principiantes. De todos modos fuimos mejorando en técnica, número y entusiasmo, hasta el fatídico hito nº 1.
Germán, uno de los más participativos del lote, de puro entusiasmo mal regulado terminó cayendo de cara arriba de una roca, delante de la casa del huaso, casi ya al final de un recorrido en la Quebrada. No estuve presente en la ocasión, pero creo que colaboró a que Pedro, que fue quien colisionó con Germán en ese fatídico domingo, terminara dejando los pedales unos meses después. El relato de los que sí estaban es que fue un espectáculo dantesco, como les gusta decir a los periodistas de la tele, sangriento y escalofriante.
Como veremos, el estrés post traumático es también un participante de este grupo.
Resumen, Germán estuvo fuera de las pistas por meses, con varias operaciones de nariz, dientes y hombro de por medio.
Hubo algunas semanas de estupor y recriminaciones conyugales en nuestros hogares después de eso, no lo duden. Decidimos adquirir cascos integrales (con protección para la cara), como signo de madurez y responsabilidad. Y seguimos saliendo.
Con el tiempo Germán volvería a acompañarnos, si bien le ha costado volver a encontrar el justo punto entre arrojo y prudencia, como les ha pasado a varios de los accidentados. Él podrá en algún momento escribir su propia historia.
Con el tiempo, y a medida que íbamos ganando en experiencia cletera y conocimiento de nuevos circuitos: Las Varas, El Durazno, Manquehue, Palo Colorado, hubo varios compañeros que hicieron fugaces participaciones, que terminaron después de algún resbalón. Boris se fisuró un par de costillas en Quilimarí, Gustavo se cagó el manguito de los rotadores creo que en ese mismo paseo (¿habrá influído que fue con motivo de la despedida de soltero de Germán?). Marcial se dio una vuelta de carnero magnífica en Quebrada de Macul. Ellos no volvieron más.
Supongo que el fantasma de la caída de Germán quedó para siempre flotando sobre el grupo, de modo que varios posibles compañeros prefirieron restarse después de algún costalazo doloroso.
Varios de nosotros, ya capturados por la adicción, continuamos subiendo con bastante constancia y entusiasmo pese a todo, hasta que un día lluvioso de diciembre tuvimos el hito nº2.
Rogelio hizo el intento de volar en un escalón del cerro Manquehuito y no voló ná. A punta de puro entusiasmo y adrenalina se dejó caer en un desnivel, con la mala suerte de derrapar al llegar abajo y golpear con la cadera izquierda en el suelo. No hubo caso de poder moverlo nunca más. Horas después una radiografía explicaría el por qué: fractura de cadera.
Aprendimos ese día que bomberos es una institución que funciona, con un rescate en camilla que salió hasta en la tele. Posteriormente ambulancia y operación en Clínica Las Condes.
Nueva pausa después de este accidente. Los reclamos familiares se hicieron más contundentes: “qué locuras están haciendo en el cerro, se van a terminar matando”, “uds. ya no tienen edad para andar haciendo ese deporte”. De este último comentario nace el nombre del grupo hasta hoy.
Sin embargo el gusto por la naturaleza, por salir a pasear en grupo, por tirar la talla y reírnos a carcajadas, por sufrirse las subidas, tirando puteadas asfixiadas y gozarse las bajadas, como un planeador, por el flow, por estar un domingo en la mañana en la mitad del cerro, por escuchar los cantos de los pájaros, por ver la ciudad desde arriba, por escuchar el silencio y el propio corazón, fue más fuerte, y poco a poco volvimos a salir.
Rogelio fiel a su temperamento combativo a los 3 meses ya estaba arriba de la bicicleta de nuevo.
Seguimos entonces, sumando siempre algunos nuevos compañeros. Algunas incorporaciones más recientes han sido Ivo, con vocación de downhill, que a la subida se nos queda atrás y a la bajada nos espera en el auto, Sergio, gran conocedor de rutas y artilugios, nuestra enciclopedia ciclística y Rodrigo, el hombre microsoft (nada de hardware, solo software).
Quien ha mostrado mucha perseverancia y entusiasmo es Rolando, quien salida a salida ha ido perfeccionando su técnica y desarrollando estado físico. Hasta que en una salida a fines del año pasado, pagó, una vez más en el Manquehuito. Hito nº 3.
Salió volando sobre el manillar, en un mecanismo parecido al que describía al inicio de este relato, con la mala suerte de caer sobre el hombro derecho. Conclusión: fin del paseo, el que terminó en urgencia de Clínica Indisa, con operación por fractura de clavícula.
Esta vez ya en las casas casi nos dijeron nada. Solo nos miraron profundo. Tal vez revisaron si habían seguros comprometidos, o nos pidieron las claves de las cuentas del banco, por si acaso.
Y…. seguimos saliendo. Rolando, por su parte, ha vuelto a tomar la bicicleta. Sin ir más lejos, la semana pasada fuimos al Manquehue, a pasar revista del lugar de los hechos y matar el chuncho.
Así los viejicleteros seguimos cleteando, semana a semana. Estamos golpeados, es cierto. Tomamos más precauciones, eso también es cierto. Pero para que nos bajen de las cletas, la verdad, estamos muy lejos.
Es lo que nos mantiene vivos.
Hay una frase que dice así y creo nos representa: no se deja de pedalear cuando se envejece, se envejece cuando se deja de pedalear.


Santiago, junio 2017.

lunes, 24 de abril de 2017

De canarios y otros lugares.


En psicoterapia suele ser útil la pregunta: ¿cuándo fue la primera vez en tu vida que te sentiste de este modo?, de forma de rastrear los orígenes de ciertas configuraciones emocionales o mecanismos de defensa.
Esa pregunta me la hice estando en un estado de conciencia ampliada, conectado con el cuerpo y la respiración, con una alerta sin juicio ni prejuicio sobre los sonidos circundantes o las luces y sombras a través de mis párpados cerrados, en un retiro de día sábado, al que fui invitado hace unos pocos meses por unos buenos amigos.
¿Cuándo fue la primera vez que sentí esto?, apareció la pregunta en mi conciencia.
De repente, sin palabras, mas bien en forma de imágenes, me vi de nuevo sentado sobre el muro de la casa de mis abuelos en Recreo.
Mis abuelos maternos, Tata y Mimi, vivían desde siempre (para mí) en una casa antigua construída en la ladera de un cerro, varios metros por sobre la calle Diego Portales (la principal de Recreo, por la que alguna vez pasó el personaje, rumbo al puerto, hasta Los Placeres, donde fue fusilado, se encargaba el Tata de informar a quién quisiera escuchar), a la que se accedía a través de una puerta en una gran muralla, que daba a la calle.
Al entrar por esa puerta, uno se encontraba en un pequeño espacio cerrado, donde había una escalera (con 17 peldaños, si la memoria no me engaña), por la que se subía hacia la derecha, hasta llegar al nivel del jardín. En ese lugar había una jardinera, sobre la cual, si una se sentaba, quedaba con vista a la calle, por sobre el borde del muro.
En ese mismo lugar había un cordel amarrado, que bajaba junto al pasamanos, hasta la cerradura de la puerta, de modo de abrir desde arriba cuando alguien tocaba la aldaba (por alguna razón a mi abuelo no le gustaban los timbres, una dentro de sus múltiples peculiaridades. Al resto del barrio no le gustaba la aldaba, yo sabía que se quejaban del ruido de los golpes, pero creo que nadie nunca quiso entrar en esa discusión con ese señor belicoso. Pero esa es otra historia), a la manera de un control remoto, versión años 70.
Por esos tiempos, yo ya contaba en casa con al menos uno, y después dos hermanos (más uno que murió al nacer a mis dos años, personaje que apareció profusamente en alguna terapia, lo cual también es otra historia). Recuerdo entonces haber ido a alojar frecuentemente a la casa de Recreo, donde me sentía de nuevo “hijo único”, regaloneado por los abuelos; el señor cascarrabias, imaginativo y cariñoso (ahora sé que portaba un toc nunca diagnosticado ni tratado) y la abuela alemana gordita y amorosa, con mucho olor a colonia (reinterpretado con el tiempo como la estrategia para ocultar el olor al trago que tomaba escondida, probablemente buscando alivio a su depresión crónica, que solo vino a ser tratada en su tercera edad). (Algunas hipótesis que se les puedan ir ocurriendo respecto de mis decisiones vocacionales probablemente sean ciertas, pero por ahora también lo dejaremos para otro relato).
En uno de esos múltiples fines de semana, tal vez después de regresar de alguno de los viajes iniciáticos con mi abuelo a Valparaíso (a cachurear antiguedades marinas, a buscar tambores de aceite para hacer unos fletes misteriosos con su camioneta Chevrolet a La Calera y seguro que a comer un completo gigante en el Bavestrello de aperitivo, mientras él se tomaba una cerveza Bock), o quizá después de uno de los “safaris de caracoles” en los que hacíamos comptencias de quien encontraba más (ganaba siempre el Tata, conocía cada hoja, cada piedra donde se escondían), estando sentado en la jardinera arriba del muro, tuve la experiencia que contesta la pregunta de al principio de estas divagaciones.
Recuerdo un día soleado, de un sol que no calentaba mucho, ¿otoño tal vez?. Estaba yo sentado sobre el muro, mirando hacia abajo, como me gustaba hacer, viendo a los autos pasar por la calle y escuchando a las personas que caminaban por la vereda bajo el muro, inconcientes de mi presencia infantil y atenta 4 metros más arriba.
Mi abuelo tenía dos mascotas, una perra salchicha, que creo deben haber sido dos o tres sucesivas (ningún perro puede vivir 20 años) llamada Fusca (que no tiene espacio en este relato) y un canario (o varios sucesivamente, no tengo idea de la vida media de estos pajaritos) llamado “Pípsili”, o tal vez ese era solo su apodo (todos tenían apodo con mi abuelo, el mío: Luchito Peñaloza). Este canario vivía en su jaula (que limpiábamos y manteníamos regularmente con el Tata), que tenía tres ganchos para ser colgada: uno bajo el alero de la bodega, otro al lado de la mesa de la terraza y finalmente el que estaba detrás de la jardinera, arriba del muro. Ese gancho era para que Pípsili “tomara sol” en los mediodías frescos de media estación.
Estando ese día sentado arriba del muro, mirando hacia la calle, muy quieto mientras todos abajo se movían, Pípsili de improviso comenzó a gorjear, como solo los canarios saben hacer. Pípsili era muy cantor, según mi abuelo, cantaba porque estaba contento.
Ahí fue entonces cuando lo sentí. El mundo pareció detenerse, o al menos ir mucho más lento. Las personas que pasaban, en auto o a pie, cobraron una especie de gracia, una elegancia y coordinación, que yo veía desde la perfecta quietud. El gorjeo del canario parecía desvanecer mis pensamientos, no cabía otra cosa en mi cabeza que ese trinar amarillo. Los latidos de mi corazón lo acompasaban, las inspiraciones y expiraciones al mismo ritmo coordinadas.
Asombrosamente, pero sin real asombro, si no más bien deleite, dentro del movimiento hubo quietud, dentro de los sonidos silencio. Por algunos segundos, o minutos, quien sabe, todo se armonizó, todo estaba justo en el lugar preciso, no había nada más que lo que había, sin palabras, sin tiempo ni pensamientos.
Presencia.
Completud.
Así le dicen, entre muchas otras formas, he descubierto con el tiempo.
No recuerdo como terminó..., tal vez un llamado a almorzar de la Mimi...
No volví a evocar ese momento, esa experiencia, hasta ese sábado de retiro.
Si bien, siendo honesto, conciente o inconcientemente, nunca más pude dejar de recordarlo y perseguirlo.

Santiago, 40 años después.




PD. En esa época no existían los murales que hay hoy.

martes, 8 de abril de 2014

Tremas Austerianos.

Hubo una vez un psiquiatra que escribía un libro sobre un escritor que escribía un libro sobre un psiquiatra. En este último libro, después de una sesión de terapia a un paciente del psiquiatra, un escritor, se le quedó en la consulta un borrador de la novela que estaba construyendo. En esta novela el psiquiatra vio retratados los dos años que había dedicado al tratamiento de este paciente. Se dio cuenta con espanto que fueron dos años de su tiempo perdidos en un engaño, ya que el escritor nunca mostró su realidad, fue sólo un ejercicio de artificios e inventos para obtener material para su novela. Se enfureció.
Buscó entonces el psiquiatra al escritor con la firme convicción de confrontarlo y exigirle que además de destruir su novela lo compensara por el tiempo perdido. Sin embargo le fue imposible encontrarlo. El escritor había desaparecido. No había registros de él en ninguna parte. Su rut no existía. Tampoco su dirección.
Parado frente a la inexistente dirección de su falso paciente súbitamente el psiquiatra se percató de que todo a su alrededor se volvía confuso, irreal. Decidió volver a su casa, la que dando tumbos a duras penas encontró. Después de una noche de insomnio, angustia y desesperación tuvo súbitamente la revelación; él mismo era fruto de la imaginación del escritor. Había sido parte del mayor engaño. Nada nunca había existido en realidad.
El escritor dio así por concluído su libro, dejando al personaje del psiquiatra sumido en un trema psicótico, absolutamente perdido entre los entresijos de la realidad. Se sintió contento y satisfecho. Le tomó dos años investigar y escribir sobre la actividad de su personaje psiquiatra. 
Sin embargo la alegría le duró poco al escritor. Empezó de repente a sentir que el mundo a su alrededor se volvía equívoco. Las certezas con que se movía dejaron de ser tales. Todo lo que lo rodeaba cambió, las cosas dejaron de ser las que eran, en su cabeza todo se confundió. Quedó paralizado.
El psiquiatra que hace dos años escribía el libro sobre el escritor que escribía la novela de un psiquiatra entonces dudó. ¿Deberé dejar también al personaje del escritor sumido en la locura y la confusión?, pensó.
Decidió salir a dar un paseo para aclarar sus ideas.

Mientras caminaba a buen paso por Apoquindo, buscando alguna inspiración que lo ayudara con el final de su libro, repentinamente todo se puso extraño. Dejó de reconocer las calles, las cosas. Sintió angustia, el corazón se lanzó a latir aceleradamente, le faltó el aire, sintió el pavor de estarse volviéndose loco. Rápidamente dejo de saber quién era, olvidó su propio nombre, sintió que todo giraba a su alrededor y cayó al suelo. Antes de perder del todo el conocimiento alcanzó a tener serias sospechas de ser el personaje del libro de alguien más.


sábado, 5 de abril de 2014

Excelente artículo.

Los cambios que involucran incremento en el nivel de conciencia, o sea la necesidad de ver la realidad con una mirada novedosa, siempre son resistidos por quienes no alcanzan ni a vislumbrar la nueva posibilidad. En este caso los que encuentran que es obvio, natural y apropiado desplazarse en el auto particular. Y que la necesidad entonces es de hacer más autopistas urbanas. Yo fui así. Lo puedo entender. En mi juventud tampoco entendía la necesidad de reciclar (hoy suena casi obsceno) o no tirar basura por la ventana del auto. Pero es tiempo de cambiar.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Muy buen relato cicletero...

LA PRUEBA DEL CICLISTA
Los jefes pueden aprender mucho observando a un futuro empleado en una bicicleta. Andando en bicicleta hacia mi trabajo por la ciudad de Londres una mañana oscura la semana anterior, me pasó un hombre vestido de negro, sin casco y sin luces, escuchando música por sus audífonos. Idiota, pensé. Cuando desapareció en el aparcamiento subterráneo de un gran banco, me pregunté: ¿Qué clase de banquero podría ser un hombre así? O es un estúpido a la hora de evaluar riesgos. O quiere morir. Ambas posibilidades serían desafortunados atributos en alguien que maneja el dinero de otros. Me hizo pensar en las cosas que revelamos sobre nosotros mismos cuando estamos sobre dos ruedas, y cuán útiles esos datos podrían ser para nuestros jefes.

Siempre se me ha ocurrido que, como grupo, los ciclistas debían ser relativamente buenos empleados. Todos estamos más o menos en forma. Tenemos lo que se necesita para ser confiables y puntuales. Cuando los trenes dejan de funcionar debido a un poco de viento –como ocurrió en Londres el lunes pasado– llegamos a tiempo al trabajo. Tomamos riesgos y somos ligeramente rebeldes, lo cual funciona muy bien, especialmente en un oficio como el periodismo.

Sólo hacen falta diez minutos en una calle de Londres para entender que no somos ningún tipo de grupo. Algunos somos veloces, otros lentos. Algunos usamos cascos, otros no. Algunos rompemos todas las reglas, algunos no rompemos ninguna. Si los jefes de verdad quieren saber cómo son sus futuros empleados, deberían olvidar las pruebas psicométricas y observarlos andando en bicicleta. Algunos ciclistas protestarían que son agresivos al andar en las calles, sólo para convertirse en gatitos mansos en el escritorio, pero no estoy de acuerdo: en una bicicleta uno está cerca de la muerte y por eso uno se convierte en una versión más intensa de uno mismo.

Cuando dejé al banquero que no entendía de riesgo y seguí hacia al trabajo, vi a otros tres ciclistas mostrando características que debían ser de interés para sus departamentos de Recursos Humanos. El primero tenía la pierna derecha del pantalón enrollada para revelar una pantorrilla sólida. Tal ingeniosidad en la ausencia de una presilla me impresionó: yo lo contrataría como solucionador de problemas. El próximo era un hombre balanceándose en una bicicleta de pista en frente de un semáforo. A nadie le gusta trabajar con un exhibicionista.

Y entonces me encontré a una mujer en una bicicleta Brompton color rosa pasándose la luz roja junto a la Catedral de St. Paul, forzando a los transeúntes a quitarse del medio. Uno le gritó “¡imbécil!”, pero ella no le hizo caso.

Claramente, la luz roja es el punto clave para recopilar datos. Esta mujer definitivamente no pasó la prueba, mientras que otros que se saltan la luz roja –sin incomodar a nadie– probablemente sí la pasan. La luz roja también separa a los líderes de los seguidores. Cuando hay un gran grupo de bicicletas en un semáforo, se necesita un tipo particular de ciclista para romper el consenso y salir adelante, pero una vez que lo ha hecho otros lo seguirán, dejando sólo a uno o dos atrás. Yo contrataría a estos individuos inmediatamente, pero únicamente para trabajos en auditoría o conformidad.

La prueba de las dos ruedas también elimina a los que no son jugadores de equipo. Todos los ciclistas ven a los autos, camiones y autobuses como sus enemigos naturales, pero el ciclista que es hostil hacia su propia clase, y que pasa a los demás por la vía de adentro, sólo sirve para trabajos solitarios.

El ciclismo no sólo demuestra cuán competitivo somos, demuestra lo que piensan los hombres de mujeres que son más veloces que ellos. En las (cada vez más infrecuentes) ocasiones que paso a un hombre en bicicleta, él casi siempre me pasa a mí enseguida, sólo para probar un punto.

No sólo es una indicación el comportamiento en la bicicleta, también lo es la bicicleta misma. La persona con la bicicleta de carreras quiere impresionar a los demás. La persona en la híbrida simplemente quiere encontrar la mejor solución. El hombre que no está en muy buena forma, pero se viste de Lycra, es puro cuento. La persona que no lleva casco o reflectores está loca, pero también lo está la persona que tiene tantas luces y espejos en su bicicleta que casi no cabe una persona.

Para comprobar mi teoría sobre la conexión entre la personalidad y estilo de ciclismo, acabo de llevar a cabo una pequeña prueba de control. Un lector llevaba tiempo ofreciéndome una vuelta en su bicicleta tándem y me vi obligada a practicar el ciclismo como él, lo cual resultó ser una experiencia segura, confiable y cortés. Yo definitivamente lo hubiera contratado. Y, sin embargo, sentí temor de andar en una bicicleta sin ser yo misma.

¿Qué demuestra entonces practicar el ciclismo a mi manera? Que me gusta estar en control. Que me burlo de algunas reglas y que soy bastante egoísta, pero que trato de no ser escandalosamente odiosa. Llevo casco, un feo tabardo fluorescente y tacones altos, pero para prevenir que se rompan en los pedales he inventado un protector para tacones hecho de una vieja cámara de aire. Los cual demuestra que puedo ser creativa, pero solamente cuando estoy verdaderamente desesperada. •••
por revistacapital/13.12.2013

viernes, 6 de diciembre de 2013

Black Dog

Cerca de mi casa, en Las Perdices camino a Valenzuela Llanos, hay un sitio eriazo. Queda justo en una de las tantas curvas de esta calle, que se nota se conformó en su momento siguiendo las sinuosidades del canal Las Perdices, hoy subterráneo e invisible, cubierto por una ciclovía y un parque, que no es como los parques de Vitacura, de los de verdad, pero sí mejor que lo que había por lo menos.
Este sitio eriazo se nota poco, está rodeado de un muro que alguna vez fue de bolones grandes de piedra. Dentro de él vive gente. Una o varias familias que han construído unas chozas. En parte con los mismos bolones que le fueron sacando al muro, que hoy está conformado sólo por el cemento en el que los bolones estaban encajados. Seguro se cae al próximo terremoto.
Estos habitantes desconocidos, no sé si corresponde a una mini toma o si alguien los autorizó en calidad de cuidadores, vaya uno a saber quien es el dueño legal de esos, calculo a ojo, mil metros cuadrados, tienen una vida campestre y silvestre, en la mitad de la ciudad. Concordantemente con ese estilo tienen variada presencia de vida animal. De vez en cuando he vislumbrado gallinas que picotean libres en el “jardín”, algunos gatos flojos y además, por supuesto, varios perros de variados tipos, tamaños y mezclas étnicas.
Uno de esos perros es del que se ocupa este relato. Uno grande y negro, algo flaco y esmirriado, pero no por eso menos malas pulgas. En realidad el relato se ocupa de una conjunción entre el perro negro y las curvas de Las Perdices, que resultaron ser una mezcla catastrófica y fatal, a lo más Edgar Allan Poe.
Paso todos los días por frente a ese sitio en bicicleta. A veces por la calle, cuando voy de sur a norte, en virtud de la deficiente conectividad de la ciclovía, y de vuelta por la mencionada ciclorruta, muchas veces ya de noche.
Una noche justamente, hace un par de años ya, tuve mi primera, de dos, caídas estrepitosas en bicicleta. Ya verán cómo cada una de esas dos, en su propio estilo, se concatenarán para explicarse la tragedia.
Esa noche aciaga venía yo de una cena en una casa cercana. Eran tipo 23.30, no andaba nadie por la calle. Venía por la ciclovía cuando de repente siento furibundos ladridos que se acercaban. Al tratar de identificar la fuente de repente veo al black dog que se acercaba con cara de malas intenciones. Se ve que de noche amplía su territorio y sale a patrullar por la cuadra. Sin darme ni cuenta y por estar concentrado en el perro y sus desplazamientos ominosos, me salí del pavimento de la ciclovía a la tierra del parque que la circunda justo donde ésta hace una pequeña curva que no vi. Al tratar de volver a subir perdí el control de la cleta y plaf!, conchazo en el suelo. Con el estruendo el perro parece que se asustó y arrancó. Por lo menos esa noche no volví a divisarlo.
La segunda caída fue un poco más pánfila. Al ir cambiando de pista por Nevería, en pleno mediodía, se me acercó un auto de improviso y por mirarlo a él, es clara la similitud del mecanismo, mirar algo que no es el camino a seguir, me incrusté contra un poste, que, una vez más, está justo en una pequeña curva que hace esta calle en ese punto. Dos costillas trizadas en esa oportunidad.
Repito que la mezcla de perro, u otro elemento distractor, curvas y postes puede resultar gravemente perjudicial.
Es así entonces como llegamos al día de la tragedia, hace una semana. Al salir de mi casa  temprano en la mañana me encontré con gran operativo policial. No dejaban circular por Las Perdices en ninguna de ambas direcciones.
Una de las virtudes y beneficios de andar en bicicleta es saltarse gran parte de las restricciones propias de los torpes y exagerados vehículos de cuatro ruedas. Así entonces en vez de darme la flor de vuelta a la que se veían obligados los autos, me fui tranquilamente pedaleando por la calle vacía, mientras conjeturaba cuál sería la causa de tal radical desvío automotriz.
De este modo, en medio de un extraño y hasta angustiante e inhabitual silencio a esa hora, se escuchaban incluso los cantos matutinos de los pájaros, me acerqué de a poco a una estremecedora escena. Pasadito el terreno que mencionaba había una moto tipo Hurley, pero en versión china tirada en el suelo. El costado que miraba al cielo se veía golpeado, rayado y como apachurrado. El costado que estaba sobre el suelo se encontraba justo al borde de un gran charco de sangre. Dos metros más allá un cuerpo humano se adivinaba tapado con lonas naranjas, al borde de la vereda. Como cortejo fúnebre había tres cucas y unos ocho pacos y pacas. Todos quietos, todos en silencio, como haciendo un velatorio, un homenaje final al caído y su desgracia.
Pasé lento, sin detenerme. Quedé con una desazón que persiste hasta el día de hoy. No pude evitar imaginar qué habrá sido lo que el motorista iba pensando justo antes de tener el accidente, en cómo la vida se puede apagar en un segundo, sin aviso. También me quedé conjeturando en la causa del accidente. Me llamó la atención no ver ningún auto en la escena, pensé que alguien lo había atropellado y luego huído.
No fue hasta un par de días después que supe la historia completa, al decir de alguien que habló con alguien que habló con alguien que habría presenciado el mortal accidente. Este anónimo testigo afirmaba que motorista iba de sur a norte raudo en su vehículo cuando un perro negro se le cruzó en el camino, en ademán de morderle las canillas. El conductor perdió el control de la moto y tras un par de bandazos fue a chocar con un poste. Justo pasado el sitio eriazo, precisamente donde está la curva. Ese poste y la moto que le cayó encima fue todo lo que el infortunado motorista necesitó para dejar de vivir.
Hoy pasé con atención por el lugar. El poste se ve golpeado, marcado y en el suelo, junto a la acera hay rayas en el pavimento y unos trozos de plástico, que alguna vez pertenecieron a una moto.
Me pregunto si los perros acumulan karma. O quién habrá sido ese perro en su vida anterior. En la próxima por cierto no creo que le dé para más que cucaracha. Perro culiao.




miércoles, 27 de noviembre de 2013

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Niuyorcleteando

Primera experiencia. Tuvo por destino inicial y controlado el Central Park. El circuito de bicicletas mide alrededor de 10 km, en un parque de aproximadamente 4,5 km de largo por 500 mt de ancho, con varios lagos en su interior. Vaya parquecito. Hacía calor, un calor húmedo que da cuenta de las aguas de la corriente del golfo de México que llegan deshilachadas, pero aún cálidas hasta allá al norte al principio del otoño.
La vía dentro del parque es compartida entre autos (principalmente de mantenimiento del mismo parque), peatones, runners y ciclistas. La parte de ciclistas tiene vía expresa (a la derecha, lo más raro) y a la izquierda para turistas paseadores como nosotros. Los ciclistas deportivos circulan a altas velocidades y tienen poca paciencia con los desconocedores de las reglas. Fue el primer encuentro con la cultura ciclística neoyorkina en su versión impaciente.

El dominicano que nos arrendó las cletas, híbridas negras, livianas, bien ricas, nos dio un par de recomendaciones generales que fuimos siguiendo: no andar nunca por las veredas, ir con el sentido del tráfico, respetar los semáforos. El casco es optativo (raro dada la obsesión por la seguridad de los gringos, pero entendible al final por el nivel de respeto al ciclista. En 3 días completos de movilidad intensiva en dos ruedas no pasamos ningún susto importante. Casi risible cuando uno se mueve a diario por Santiago, no?)
La primera media cuadra por la calle 54 hacia el east para tomar la 8° avenida al norte hasta Columbus Circle, en la esquina surponiente del parque generó un subidón de adrenalina que me hizo gritar. Al fin en bici por NY!!
Envalentonados por el paisaje, la sensación de libertad, el sentirnos en la capital del mundo, después de terminar la vuelta al parque tomamos la decisión de irnos hasta el Riverside Park, a echarle una mirada al Hudson River. Nos fuimos por la 72, justo al frente de Strawberry Fields, y pasando por la puerta del edificio donde están las llamas eternas, a propósito del loco de mierda que creyó era una buena idea descerrajarle un par de balazos al gran John, ahí justo a la entrada de su casa.
Hay una ciclovía en casi cada avenida de Manhattan. Están en la misma calle, separadas del tránsito por la hilera de autos estacionados. Genial. Y también las hay por todo el contorno de la isla, por la orilla del Hudson y por el East River. A veces se interrumpen un poco, hay que aplicar cierta creatividad y sentido de orientación para conectar una con otra, pero en síntesis puedo declarar a Manhattan como la capital mundial de ciclismo urbano, sin lugar a dudas.
Bajamos por la espectacular, por la vista, pista de bicicletas del Hudson, sin destino cierto, hasta que a la altura de la calle 22, mirando hacia el interior me di cuenta de que reconocía la inimitable silueta, vista previamente en fotografías, del High Line Park. Encadenamos las cletas en un poste de la calle 20, entre antiguas bodegas portuarias, hoy convertidas en estudios de diseño o publicidad, o bien galerías de arte mega onderas (pleno barrio de Chelsea), y nos fuimos a recorrer el High Line. No es estrictamente un tema bicicletero, pero ese parque de rieles elevados de antiguo tranvía reconvertido en parque urbano super fashion es desde luego lo que más me gustó de NY. Puede haber influído la azarosa y aventurera forma de haber llegado hasta él.

Segundo día. Partimos a pie a un flee market de la calle 39, para después meternos al sistema de arriendo de CityBikes, que parecía muy atractivo con sus cientos de estaciones para sacar y devolver las bicicletas azules en cualquier punto de la ciudad. Cuec, decepción, el sistema no aceptó nuestras credit cards sudacas. Feroz cambio de planes, quedamos de vulgares peatones.
Nos fuimos entonces al Grand Central Station, no muy lejos de ahí, pasando casi por casualidad por el Bryant Park, una plaza genial, al costado de la biblioteca, que es en el fondo un mega café literario. Por todos lados hay mesas y sillas gratis. Prestan diarios y libros, varios puestos venden café y bebidas. Como para pasar una tarde entera.
En el Grand Central, gran y cinematográfico lugar, encontramos una tienda Apple (en todo lugar realmente cool de la ciudad hay una. En realidad casi es al revés, si uno encuentra una tienda de la manzanita puedes estar seguro de que estás en un lugar o barrio que vale la pena conocer. Así encontramos la de la 5° av con Central Park, la más famosa del mundo, también esta de la estación central, la de Soho, la del barrio del Lincoln Center…), que tienen la gracia de Internet gratis de buena velocidad. Gracias a la aplicación NYCbikemap (gran aplicación ya que el mapa de ciclovías queda guardado y se puede revisar aún sin conección a la red, marcando además la ubicación de uno a través del puntito azul del GPS del Iphone. O sea NYCbikemap fue mi copiloto) pude averiguar la ubicación de la tienda de bicicletas más cercana, que encontramos sin mucho esfuerzo gracias a la ya mencionada aplicación en la calle 41 con la 1° avenida, a pasos del East River y en la esquina del edificio de la ONU, barrio cuicón, como casi todo el East Side de ahí para arriba. No para abajo, que es donde está ChinaTown, descubrimos también casi por casualidad un rato después.
En Conrad´s Bike Shop no sé si el mismo Conrad nos pasó unas bicicletas paltonas de paseo con puños y asiento de cuero, con plazo de 3 horas para andar, porque era sábado y Conrad está chato de esperar a turistas que se atrasan o pierden y lo dejan clavado en su pinche negocio.
Decidimos bajar por el la vía del East River hasta el Brooklyn Bridge, que está cerca del extremo de la isla, por allá por donde empieza el barrio financiero. En el camino la Pao rejura que nos cruzamos en sentido inverso con Bruce Willis que iba cicleteando río arriba. No puedo ni afirmar ni contradecir la percepción. Yo al pelao no lo vi.
Nos dio hambre por el camino y paramos en ChinaTown a tratar de comer algo. Al ser Conrad de tienda cuica nos pasó una cagada de candado (no como el dominicano de Liberty´s Bicycles, con quien volvimos al día siguiente, que atinadamente nos pasó una cadena con eslabones como para anclar un barco y un candado como de portón de fundo) que hizo no nos atreviéramos a dejar las cletas elegantes solas en un barrio tan piruja (porque ChinaTown es totalmente flaite). Resumen Macdonald´s to go (que bueno es Macdonald´s en USA!, ná que ver con los de acá) comido en una placita de barrio junto a unas señoras jubiladas y las palomas.
En Brooklyn Bridge, una vez pudimos acceder con las cletas al puente (labor nada fácil ya que están remodelando los accesos. En NY todo está en permanente remodelación. En todos lados en todos los barrios hay obras en ejecución, será eso el progreso, digo yo) nos encontramos con flor de protesta de inmigrantes. Venían hordas de mexicanos, cubanos, puertorriqueños, coreanos, chinos, africanos y otros indeterminados caminando en sentido opuesto al nuestro tocando tambores, tocando cornetas (vuvuzelas los africanos) y gritando por la reforma: what do we want? Inmmigration reform!, when do we want it? NOW!!
Después caché que parece ser que el puente es lugar habitual de protestas, una especie de Plaza Italia versión NY.
Costó entonces llegar a Brooklyn, donde sólo conocimos el parque a orillas del río para apreciar las famosas vistas del skyline de Manhattan, específicamente de Wall Street a esa altura.
Volvimos por el Manhattan Bridge (puente hermano y paralelo) y vía ChinaTown a la segunda avenida por donde raudos y ya cachando mejor los códigos no escritos del ciclismo urbano local (ejemplo no pararse con la bicicleta justo en la zona demarcada en las esquinas cuando te pilla una luz roja, ya que por ahí pasan los peatones, algunos de los cuales aprovechan de descargar alguna tensión guardada contra el incauto e inapropiado cletero sudaca) llegamos justo a tiempo a la tienda, donde Conrad nos recibió con alivio.

Tercer y último día de cleta. Ya sintiéndonos hábiles ciclistas volvimos tempranito donde Liberty´s a buscar nuestras híbridas con cadena de verdad para recorrer la isla por dentro.
La columna vertebral de Manhattan es Broadway, la única calle oblicua en todo este entramado dameriano de avenidas y calles con números. En la parte más sur de la isla, la ciudad original, también se desordena la cosa, las calles son más curvas y tienen nombres propios. El resto es todo cuadradito y numerado, con calles de un sentido intercalado, una pallá otra pacá, avenidas de norte a sur, calles de este a oeste. Fácil fácil para un viñamarino del “plan”.
Broadway entonces es una calle muy importante, mucho del principal comercio e hitos urbanos están en alguno de sus tramos (Lincoln Center, que es donde está el Met de ópera, Times Square, especie de “centro” de la ciudad y sector de los famosos teatros de musicales, Madison Square Garden, el barrio de los joyeros, etc.)
Bajamos por ella entonces hasta el Village, antiguo barrio fashion, hoy reemplazado por Chelsea, pasando por Eataly, centro gastronómico italiano increíble donde paramos a almorzar una auténtica pizza italiano-neoyorkina (es un lugar al que me hubiera gustado ir alguna vez con el Mario Canepa, como gozaría ver todos esos quesos, embutidos, pasta, salsas, restoranes ,etc etc italianos todos juntos).
Vueltecita por el Village, caminata por el Soho, barrio de artistas y tiendas fashion, todo caro. En una librería de barrio nos topamos con Zadie Smith firmando autógrafos de sus libros, cual pasaje de “antes del atardecer”.
Cleteo hasta la punta de Manhattan, Battery Park, con la mejor vista a la estatua de la libertad. Anécdota bicicletera perfecta, estando ahí llegaron varios gringos blancos y negros, unos 7 u 8 en bicicletas pisteras muy pro. Me pidieron que les tomara una foto, ya que acababan de terminar en ese preciso instante y lugar un viaje en bicicleta que habían iniciado hace ya un buen tiempo, en California!!

Aprovechamos de visitar Wall Street y el memorial de las torres gemelas antes de devolvernos cansados pero felices por todo el contorno del Hudson hasta nuestro barrio y tienda de bicicletas favorito.
Conclusiones:
-Con 8 kms entre el Central Park y la punta de la isla y 2 km de lado a lado a la altura del mismo parque, Manhattan es la ciudad perfecta para recorrerse en bicicleta. Está llena de ciclovías, los autos y hasta las micros respetan al ciclista. Quien no hace su experiencia en bicicleta al ir creo que se está perdiendo algo importante.

-Considerando lo desafiante de moverse en bicicleta por una ciudad desconocida para alguien no habituado, creo que la Pao fue la compañera perfecta para la aventura que da lugar a este relato. Gracias por apañarme amor!