martes, 30 de agosto de 2011

el cuento completo

Ya. Mucha iluminación, muchos recuerdos, sensaciones de gaviotas planeando... aquí va el lado B:
-frío: el frío es una mierda para la bicicleta. Hay que andar mega forrado. Venden todo tipo de vestimenta tecnológica, pero entre ponérsela y sacársela cada vez es toda una gimnasia.
-resfrío: y en particular su complicación, la sinusitis, consecuencia directa de lo anterior.
-traspiración: llegar a la pega como caballo de bandido no es grato. Se ha visto ciclistas secando camisas con secador de pelo, estufas o poniéndolas al sol. la mochila queda marcada en la espalda y respecto a lo que va en contacto con el asiento mejor ni hablar.
-lata anticipatoria: sobretodo aunado al punto n°1, despertar en un día de 2° C, nublado tirando para llovizniento y saber que hay que ir a subirse a la bici es duro. El antídoto es cuando ya se está andando, a la tercera cuadra ya se pasa todo, endorfinas mediante.
-pinchazos (y otros desperfectos varios): el terror del ciclista, peor si se va a la hora justa. si no se es un mcgiver del ciclismo (quien viaja con herramientas y todo tipo de repuestos y cámaras) significa un inconveniente mayor y caminar con la bicicleta en la mano hasta el taller más próximo (se sugiere tener un mapa mental de todos los talleres cercanos a las rutas más usadas).
-robos: en gran medida resuelto por candados tipo kriptonite, no deja de ser tema y pesadilla recurrente cada vez que se deja la joyita estacionada en algún lugar público.
-automovilistas agresivos y/o pánfilos: david contra goliat, qué es uno comparado con un 4x4 que se te tira encima en una esquina.
-charcos de agua y barro: no hay tapabarros 100% efectivo contra el efecto decorativo de las salpicaduras en los pantalones.
-quien quiera toma la posta y siga. de todos modos sigo prefiriéndola al auto. tendré que hacer una lista similar respecto a andar en auto, actividad altamente sobrevalorada en nuestra sociedad.

lunes, 29 de agosto de 2011

Awakening to evolution

Tal vez le estoy poniendo, pero el andar a ritmo de bicicleta para mi tiene que ver con una sensación, un ritmo y finalmente un estado de conciencia.
Me gustó este párrafo del místico norteamericano Andrew Cohen, refiriéndose al cambio de conciencia como parte de la evolución del hombre.
Súbase a su bicicleta e ilumínese!!!


At the highest level, the evolutionary impulse is experienced as the spiritual impulse, the mysterious compulsion to become more conscious. Sometimes we feel this as an inexplicable yearning, a reaching toward perfection. At other times, it's a nagging and relentless existential discomfort, a sense that I mustfind a way to wake up, to evolve, to liberate my heart and enlighten my mind. This spiritual longing, this ecstatic urge to become more conscious, is the most profound expression of that initial cosmic explosion.Your own spiritual yearning is not separate from the big bang itself.

domingo, 28 de agosto de 2011

El pulso de las cosas


Cuando voy en bicicleta, no puedo evitar ir tarareando melodías. Lo más lindo de estas melodías es que se pierden en los remolinos que voy dejando entre los autos, los árboles, la gente. Me gusta ir rápido, esa es la verdad, me gusta que las cosas sean fugaces, porque todo en la vida lo es. Así es como le he tomado el pulso a las cosas. Me escabullo, me siento una liebre en un bosque, y las sirenas, los gritos, las bocinas son la mejor armonía para esas melodías de una sola vez.
La única cosa duradera es la sensación. Es mi pulso el que se encabalga con el de la ciudad, la vorágine me gusta, pero más me gusta dejar de pedalear, ir con el vuelo. Seguro que es lo mismo que el planear de un ave: cuando las gaviotas se quedan suspendidas en el cielo, dejando que el viento resbale bajo sus alas, soy yo bajando por Irarrázaval, serpenteando.
Sí, ahí me doy cuenta de que estoy un poco loco, o que quizás, los locos son los demás que me ven pasar y me maldicen en silencio por ir entre los autos, más rápido que ellos, más contento, más ágil y despierto.
No me asusten con la muerte, mi bicicleta rueda bonito conmigo encima sabiéndome pájaro silbante, entre una muchedumbre de vendedores ambulantes de colores, con sus bufandas y sus olores de sudores malgastados en una ciudad de ritmo galopante.

Por Santiago Ramirez hijo. Se suman bicicleteros a este espacio. Bienvenidos todos!

sábado, 27 de agosto de 2011

Pedaleo, hemisferios cerebrales y educación

¡Las cosas son como son y no pueden ser de otra forma!

Debemos pasar horas, días, años y una vida en el trabajo, debemos movernos en auto y perder el tiempo irremisiblemente en un taco, debemos bajar las revoluciones, ponernos sedentarios, engordar, anquilosarnos y envejecer.

¿Las cosas son como son y no pueden ser de otra forma?

Compré mi primer auto el año ’92, un Volkswagen Escarabajo de 1961. Pasó de ser “una joyita” como decía en el aviso del diario, a “el cachito”, porque tuvo una pana después de otra. Después vino un Amazon, más tarde un jeep Suzuki, un Vento, un Daewoo, un Palio y un Fiat Grande Punto… Pocas veces me planteé una opción diferente para moverme de un lado a otro por la ciudad de Santiago. Un auto siempre fue lo evidente, a lo que todos aspiraban, lo que había que tener y más aún, si tenía un auto “bacán” yo era ídem, así que hubo algunas veces en que despilfarré una buena cantidad de lucas para tener ese auto que sería, ni más ni menos, la extensión de mi miembro viril.

Y como consecuencia aumenté de peso, me eché a perder la columna, mis hombros se tensaron hasta transformarse en bloques compactos, el cuello en un cilindro de lo más rígido, y así la neurosis, la rabia y la amargura fueron instalándose en mi cabeza y mi cuerpo. Si alguien me miraba desde su auto mi respuesta mental era: “¡Qué te pasa re con…$%$&@#!” Si alguien me tocaba la bocina mis nervios se crispaban, si alguien no me daba el paso era un verdadero saco de pelotas. Choqué un par de veces y otras tantas me chocaron. Estoy vivo de pura cueva.

Un día desempolvé mi bicicleta del año ’94 y comencé a pedalear. La sensación fue frustrante, me costaba respirar y las subidas, por ínfimas que fueran, significaban un esfuerzo casi sobre humano. Luego mi vecino me invitó a subir el cerro San Cristóbal, odisea que jamás había realizado. (Recuerdo que lo intenté muchas veces en mi década de los veinte, pero en cuanto la cosa se ponía difícil, me daba media vuelta y bajaba hasta el primer boliche donde me comía un buen lomo italiano con una cerveza. Total, era flaco, joven y fumador). En fin, regresando a la subida del cerro: lo logré. Seguí a pie firme la recomendación de mi amigo: “aunque sientas que estás muriendo, no te detengas, sigue pedaleando…”. Y así lo hice.

Llevo 11 meses en que la bicicleta ha sido mi medio de transporte principal. He tenido uno que otro inconveniente menor, pero esa es otra historia. A donde quiero llegar es a que nunca antes se me ocurrió que podía ser un buen medio para moverme por Santiago. Me parecía lejano, absurdo, sin sentido alguno. Es más, inimaginable. Pero como dije, “seguí pedaleando”, y tanto que hoy si paso un par de días sin hacerlo comienzo a bajonearme. Volver a pedalear en forma obsesiva, como cuando era niño, abrió una zona de mi cerebro que se había mantenido herméticamente cerrada por harto tiempo y comencé a preguntarme si efectivamente las cosas, todas las cosas, los objetos, costumbres, sistemas, organizaciones, relaciones, trabajos, amistades, en fin… Si era cierto que las cosas debían ser como son.

Pedaleando a diario puse a funcionar el otro hemisferio de mi cerebro, el derecho que, como define Wikipedia:

“Es un hemisferio integrador, centro de las facultades viso-espaciales no verbales, especializado en sensaciones, sentimientos, prosodia y habilidades especiales; como visuales y sonoras no del lenguaje, como las artísticas y musicales. Concibe las situaciones y las estrategias del pensamiento de una forma total. Integra varios tipos de información (sonidos, imágenes, olores, sensaciones) y los transmite como un todo.”


Hoy los estudiantes chilenos, que no tienen miedo a los cambios y cuyo hemisferio cerebral derecho está en óptimas condiciones, nos están demostrando que es un imperativo que nos hagamos esta pregunta: ¿Las cosas deben ser como son? O dicho de una manera más apropiada: ¿Cómo queremos que sean las cosas?

Veo y escucho a conductores de TV y radio, periodistas, personalidades, los llamados “expertos”, investigadores, sociólogos, panelistas, autoridades, ministros, sicólogos, diputados y senadores, todos atrapados en una discusión y más aún, en una visión cerrada, sesgada y cegada. No son capaces de observar lo que ocurre desde otro ángulo, están tan acostumbrados a “andar en auto” que no imaginan cómo sería Chile de otra manera. Y de pronto un joven universitario dice las cosas como son y lo dice sin temor: “senadora designada”, “sistema perverso”, “enriquecimiento grosero”, “abuso”… Aaaahh…. Y es como un nuevo aire que comienza a soplar; un aire limpio y balsámico que nos recorre por dentro. Los estudiantes chilenos no “andan en auto”, ellos se mueven a pie o en micro, en metro o bici y la gran mayoría de las veces se desplazan volando, algo que los adultos hemos olvidado cómo hacer.

Pedaleando he redescubierto la amabilidad: cuando las miradas de dos ciclistas se cruzan aparece una sonrisa; he descubierto una nueva realidad: el tiempo pedaleando es creativo y activo; he descubierto la energía: mientras más pedaleo, más quiero pedalear y mejor me siento; he descubierto que el mundo no se mueve presionando un acelerador: ¿es razonable que un mínimo esfuerzo nos entregue un máximo de “satisfacción”?.

Pedaleando he descubierto que podemos mirar el mundo desde otro lugar, que podemos cambiar de lentes, que podemos observarlo en todas las formas que sean necesarias, porque el único fin de esa nueva mirada es encontrar la manera de vivir mejor: más sanos, más vitales, más abiertos y más felices.

¿Y ahora? A pedalear.

Santiago A. Ramírez
Agosto de 2011.

jueves, 25 de agosto de 2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

cerebro y bicicletas




Hace ya sus buenos años, cerca de la treintena, que empecé a sentir en carne propia aquello que algunos de mis maestros de la medicina tanto enfatizaban: el deporte es bueno (y necesario) para la salud.
Hay un momento de lucidez en la vida en que uno se empieza a dar cuenta de que se demora más en recuperarse cuando se cansa, que se cansa más luego, que no se rinde igual si no se duerme bien. Que le empieza a doler el cuerpo, así, de nada en particular, sobre todo al levantarse en las mañanas y se encuentra uno de repente exclamando algún ay! entredientes, medio suspirado, cuando se agacha a recoger algo que se le cayó, igual que uno veía le pasaba a la abuelita cuando era niño.
Al mismo tiempo de estos descubrimientos me empecé a dar cuenta también de que si hacía deporte (trote en una primera etapa, cuando todavía no se inventaba la palabra runner) me sentía mejor después, tenía más energía, me sentía menos cansado, más relajado y probablemente podía agacharme y moverme con mayor fluidez.
Comencé entonces a averiguar más sobre los beneficios del ejercicio físico, desde la perspectiva de la salud metabólica, circulatoria, del sistema locomotor, del envejecimiento y sobretodo desde la perspectiva de la salud mental, mi pedazo de la medicina de preferencia.
Conocidos desde hace tiempo son los beneficios del deporte, en términos de irrigación y oxigenación neuronal. También por supuesto a propósito de las endorfinas, maravillosos péptidos secretados en el cerebro al hacer ejercicio que producen analgesia (una de las explicaciones de agacharse o moverse con menor dolor) y sensación de bienestar, que es una de las explicaciones para quienes se hacen “adictos al deporte” (de las adicciones, entendidas como la necesidad determinada orgánicamente de desarrollar alguna actividad en particular, lejos la más sana).
Sin embargo hoy se conocen variadas otras sustancias que se producen y secretan al hacer ejercicio, tales como la hormona de crecimiento y el factor neurotrófico que esta contribuye a liberar en el hígado, el IGF-I (o somatomedina C), que a su vez parece liberar varios más, que contribuyen a mantener un un cuerpo (principalmente el sistema óseo y locomotor) y un cerebro más sano, prevenir el deterioro y muerte neuronal y mejorar la sensibilidad propioceptiva, vale decir percibir concientemente nuestro propio cuerpo, y desde ahí aumentar nuestra sensación de bienestar )para quien quiera más información sobre esto sugiero revise el link http://bit.ly/aZm7sf ).
Es también hoy plenamente conocido que las endorfinas, además de todos estos factores neurotróficos en pleno descubrimiento, tienen un rol muy importante en el manejo y modulación de cuadros anímicos y ansiosos. Son los “ansiolíticos y antidepresivos internos”.
Así es como hoy por hoy llevo más de 15 años ininterrumpidos haciendo deporte (tenis, bicicleta, caminatas) por lo menos 2 veces por semana, ojalá 3 o 4, y disfrutando de sus beneficios, mejorando mi calidad de vida y mi sensación de disfrute.
Una de las primeras cosas que recomiendo a mis pacientes cuando llegan a mi consulta con cuadros depresivos, ansiosos o bipolares es el ejercicio. Idealmente alguno que “moje la camiseta” (intensidad de ejercicio usualmente asociada a la liberación de endorfinas). Los tratamientos psiquiátricos cambian dramáticamente cuando los pacientes empiezan o retoman su actividad deportiva, pudiendo muchas veces incluso disminuir las dosis utilizadas o de frentón la necesidad del uso de psicofármacos. Por otra parte, una vez recuperado el cuadro clinico inicial, el hacer deporte en forma regular es un importante factor preventivo de recaídas en patologías de esta naturaleza.
Volviendo entonces a lo que decía en un principio, y como les escuchaba a mis maestros, el deporte es efectivamente muy bueno para la salud. Para la mental también.
Ahora bien, en casos de pacientes con síntomas ansioso-depresivos y ante recomendaciones de hacer ejercicio regular, aparece siempre la pregunta de qué deporte sería bueno o conveniente hacer. Y, como no, las resistencias canalizadas a través de las dificultades para realizarlo en virtud de variados argumentos; falta de tiempo, antiguas lesiones, falta de dinero para ir a un gimnasio o piscina, etc.
Aquí es donde quiero introducir en escena a mi querida y vieja amiga: la bicicleta y en particular en su uso como transporte urbano.
La bicicleta reúne varias condiciones favorables todas al mismo tiempo. Es un ejercicio bastante completo y aeróbico, la intensidad de este depende del entusiasmo del propio ciclista, es un medio de transporte, es barato, no requiere de más infraestructura que la bicicleta misma, no requiere de inscribirse en gimnasio o academia alguna, descongestiona la ciudad, ahorra dinero en movilización a quien lo realiza, permite hacer ejercicio en los tiempos habitualmente dedicados a transportarse (eliminando la principal excusa para no hacer deporte de “no encuentro el tiempo para hacerlo”) y además es un ejercicio simple y que casi el 100% de la población ya sabe hacer desde su infancia (“es como andar en bicicleta”).
Considero que sería altamente deseable un plan centralizado de fomento del ciclismo urbano. De hecho ya mucha gente ha empezado a usarlo en el sector oriente de Santiago, y en sectores populares y en provincia, particularmente en el campo, ha sido un medio utilizado desde siempre. Buenas ciclovías interconectadas, calles de utilización mixta con velocidad máxima de 30 kms por hora para automóviles, campañas de educación a los automovilistas respecto de como interactuar con ciclistas en las calles, estacionamientos vigilados de bicicletas en estaciones claves del metro, son estrategias que en otros países han rendido importantes frutos.
Se lograría que la gente tenga endorfinas circulando mientras se traslada, disminuyendo así en gran medida sus síntomas depresivos y ansiosos mientras pedalean, respirando aire fresco, usando sus cuerpos, nutriendo sus neuronas, huesos y músculos con facotres tróficos, llegando a sus lugares de trabajo contentos, relajados, en vez de hacinarse e irritarse en buses del transantiago que por lo demás no dan abasto. ¿No sería una solución de varios problemas de una sóla vez?
¿En qué estamos que no lo hacemos?
Yo por lo menos instalé ya un estacionamiento de bicicletas en mi consulta. Un pequeño grano de arena a la causa y una invitación tácita a mis pacientes.

lunes, 22 de agosto de 2011

Santiago


Difícil ciudad para cicletearla.
Leí por ahí que Assadi, arquitecto que escribe en Vivienda y Decoración del Mercurio, y a quien en general leo con interés y respeto, dijo alguna vez (desde lo que claramente muestra sólo su ignorancia) que esta ciudad era incompatible con el uso de bicicletas, dada la pendiente que tiene de este a oeste.
La verdad es que es claramente bicicleteable de norte a sur y de este a oeste (la electrocleta siendo la alternativa si no se quiere llegar demasiado sudado y/o cansado) y para la gran mayoría de sus habitantes. Exceptuaría a quienes viven a más de 15 o 20 kms de sus trabajos. En esos casos es donde se requiere mejorar la infaestructura de estacionamientos de cletas en estaciones del metro claves.
De hecho es llamativo que siendo una ciudad TAN bicicleteable (mayormente plana o con pendiente leve, altamente sectorizada, con una gran cantidad de la población que se mueve sólo entre comunas contiguas, que tiene a sus hijos en colegios de su comuna o que va al supermercado unas pocas cuadras más allá) sea TAN altamente poco amigable con el ciclista urbano.
Existe un grupo que no en vano se autodenomina "furiosos ciclistas", supongo que porque sólo al moverse en tal estado emocional se tiene la adrenalina suficiente para hacer el trayecto con menor riesgo de lamentar accidentes.
Las ciclovías son escasas y en general bastante lamentables en su diseño, sin continuidad alguna (por lo menos aún). Los automovilistas tienen cero cultura cicletera (hasta donde recuerdo en el reglamento del tránsito que me tocó estudiar no había mención mayor a las preferencias de un auto respecto a una bicicleta). Para qué decir de las micros y camiones. Los peatones nos consideran sus enemigos. Quedamos así los ciclistas en tierra de nadie, los peatones nos quieren lejos y los senadores fuera de las calles. Parias de la movilización ciudadana ("somos tránsito" es uno de los lemas de los activistas cicleteros europeos).
Es una lástima siendo como es una actividad tan altamente disfrutable y efectiva: hacer ejercicio a la vez que uno se traslada, generar endorfinas ocupando el mismo tiempo que se pasaría respirando el aire viciado de adentro de una micro, o sintiendo el viento en la cara en vez de ir encerrado en una cápsula de lata y vidrio. Sin embargo no se lo recomendaría a nadie en Santiago que no esté en buenas condiciones físicas, con óptimo sentido del equilibrio y con alta tolerancia al riesgo y espíritu aventurero.
Lamentablemente esta ciudad no está preparada para que salgan las madres a dejar a sus hijos al jardín infantil en bici con carrito, o para que las familias salgan de sus casas a comprar o al parque con niños pequeños.
Santiago es sólo para los "furiosos", los "salvajes", los "aventureros" y los "temerarios". Así es nuestra ciudad.
O sea que Assadi tenía razón, casi, pero no por la pendiente, sino justamente por todo aquello que no es geográfico.

viernes, 19 de agosto de 2011

bicicletas



Recuerdo mi primera bicicleta, una Oxford. Era roja, con gris y tal vez algo de amarillo. Tenía un manubrio circular y achatado, como de un auto pero aplastado. Era una bici de niños, sin rayos y con rueditas laterales al principio. No recuerdo la etapa de las rueditas. O tal vez sí cuando mi padre le sacó solo una, la izquierda, para que yo aprendiera de a poco a confiar en mi equilibrio (tal vez por eso todavía camino medio ladeado a la derecha cuando me asusto). En todo caso cual Freddy Turbina sí recuerdo andadas aventureras por el pasaje donde vivía, hasta subiendo y bajando veredas, gran hazaña de esos días. Esquivando autos estacionados y yendo a mirar a “los cabros de la esquina”, los hijos de la verdulera que tenía justamente en la esquina su tienda y su hogar, poblado de varios niños, cúal de ellos mas moquillento y bueno para el garabato fácil y el pollo de medio lado.

La Oxford no tenía frenos. Si se pedaleaba hacia atrás retrocedía. Función bastante inútil por lo demás. Por lo menos yo nunca logré andar retrocediendo. Había que frenar con los pies, lo que hacía que la gomita de adelante de las North Star se despegara al tiro. Yo trataba de pegarla con neoprén, pero no me resultaba mucho. Y los dedos me quedaban más pegoteados que la gomita.

Una vez andando en el Parque del Salitre con mi padre y hermano éste se sacó la cresta en una bajada. Había heredado la Oxford y al resto se nos olvidó la falta de frenos. No deberían hacer bicicletas sin frenos, aunque sean para niños chicos.

Creo que mi siguiente bicicleta fue la más importante de mi vida. Tal vez hubo alguna entremedio, ya que ahora que lo pienso el salto es bastante grande, de la Oxford para niños a la Cic amarilla (bicicletas Cic, son mejores, superiores, bicicletas Cic.... ¿se acuerdan de la propaganda?).

Recuerdo lo que tuve antes que la Oxford, que fue probablemente mi primer vehículo móvil, un go-kart rojo de fierro (poco plástico en esas épocas), que tenía una calcomanía que decía mi a mi con forma de un pie. Con el tiempo caché que eso era “Mayami” (aaaahhhh....), ese lugar donde mis padres habían ido y que decían hacía calor cuando acá hacía frío y con palmeras. A mi me costaba creerlo.

Ese go-kart igual era penca porque los pedales eran muy cortitos y no agarraba vuelo. O tal vez mis recuerdos son de cuando yo ya tenía las piernas muy largas y no me cabían bien adentro del tarro como para pedalear.

Bueno, no me acuerdo de nada con ruedas entra la Oxford y la Cic. Yo creo que aperré no más con la bici grande, con el asiento lo más abajo posible y harto entusiasmo, ya que era de fierro puro y debe haber pesado 20 kgs. Era lo máximo, con rueda grande y parrilla. Ahora sí era fácil subir y bajar veredas, e incluso llevar a un pasajero en la parrilla. Sentado o incluso de pie si era lo suficientemente cool y arriesgado. Esa parrilla servía también para amarrarle un cordel para tirar otras bicicletas, o para el deporte extremo de todo un verano, tirar un skate en un remedo del sky acuático (a espaldas de las madres del barrio, que encontraban el skate, recién aparecido en esas épocas, “un juguete del demonio”. Como ni se conocían los cascos por esos tiempos, la verdad es que hoy les encuentro toda la razón. Sin embargo más allá de algunos rasmillones, de esos que duran semanas y echan agüita, no pasó nunca nada).

La hazaña máxima era trepar (sin cambios, ojo) la subida de Sausalito y dar la vuelta a la laguna. No faltaba el que sacaba pica con una Caloi de 3 cambios, la primera bici con esa tecnología que vi en mi vida. A la bajada tirarse a 40 km/hr y hacer que el vuelo durara hasta 5 oriente.

Mi padre con buen ojo compró 2 Cic iguales. Por pequeñas raspaduras y altura del asiento nunca hubo un asomo de duda de cual era la mía y cual la de mi hermano. Muchas carreras “a la chilena”, partidos de “bicipolo”con palos de escoba y pelota de tenis, paseos hasta la Avenida Perú y hasta Reñaca.

Finalmente robaron las 2 cletas juntas fuera del flipper de Olmué una tarde-noche en que la criminalidad entró de lleno a mi vida preadolescente. Fuimos a los pacos y ni nos pescaron. Por años anduve mirando a los ciclistas de Olmué a ver si pillaba al ladrón de mi Cic. Nunca más la vi.

Ya en esa época conocía (y admiraba) la que sería mi próxima bicicleta, la Raleight azul media pista de Fabio Perioto, el amigo brasilero del barrio. Con cambios (6 y además 3 platos, ¡o sea 18 combinaciones!). Era rápida, tanto que dejándonos muy atrás a las Cic una mañana de paseos en el Sporting el Fabio se cayó (ruedas delgadas de media pista, malas para andar en tierra) y se quebró el húmero izquierdo.

Cuando el amigo extranjero se volvió a su país tuvo la deferencia de ofrecerme su bicicleta en venta, a precio más que razonable, hay que decirlo. Lo recuerdo claro, fueron 11.000 pesos que mi padre aportó, en honor a mi buen rendimiento escolar y al duelo reciente del robo de mi querida Cic.

Ahí me empecé a dar cuenta que no todo lo que brilla es oro. La media pista era bastante incómoda para subir y bajarse, algo inestable a alta velocidad (el húmero de Fabio como recordatorio elocuente), el asiento harto duro y en definitiva bastante menos “social” que la Cic con su velocidad más reducida y su parrilla “porta-amigos”. Más allá de un par de piques a Con Con por el camino de la costa no conservo mayores recuerdos importantes.

Probablemente la adolescencia trajo otras prioridades, y el andar a pie como símbolo de vida gregaria y vagabundeante. Creo que pasaron años alejado de las 2 ruedas hasta que llegué a vivir a Colonia, Alemania. Fue como ir a una fábrica de chocolates para un niño en abstinencia al cacao.

Colonia es una ciudad de bicicletas. Fue mi primer encuentro con algo casi de otro planeta llamado “ciclovía”, “nur fahrrad” decían las cuestiones. Si uno andaba distraído, vil peatón metido en una ciclovía, el ciclista sajón de ceño fruncido tocaba rabiosamente, y con pleno derecho, su campanilla. A veces hasta profería algún insulto incomprensible, pero acojonante.

Así de validadas estaban las bicicletas. Ahí entendí que eran un medio de transporte de verdad, como había intuído alguna vez al ir al campo y ver a los campesinos volviendo a su casa a las 6 de la tarde.

Como no tenía un peso (un marco, en realidad) comencé un proceso alucinante de autoconstrucción de mi bicicleta, un quiltro negro que nunca terminó de renovarse, durante los 2 años que acompañó mis viajes.

Recogí un marco abandonado en un “cementerio de bicicletas” (estacionamientos de bicicletas cerca de alguna estación de metro importante donde van quedando restos de bicicletas abandonados por sus dueños), al que producto de otros “rescates” fui agregando rueda trasera, delantera, volante, campanilla, etc.

Estos cementerios son tan fecundos en repuestos que muchas veces era más fácil cambiar la rueda delantera completa, antes que reparar un pinchazo. Sólo se necesitaba andar con un set de llaves de tuercas en la mochila, un bombín y un poco de creatividad sudaca.

De mi bicicleta negra, tal vez una de las más queridas por lo autodidacta, hay muchas anécdotas cicleteando por la orilla de Rhin y otros canales de la zona de Hamburgo, por los campos del centro de alemania, similares a los de Valdivia, bosques intercalados con praderas, por Suiza (con dificultad, dado que la mejor rueda trasera que encontré era una que tenía un piñón con solo 3 cambios).

Fue además y por segunda vez en mi vida, después de la Cic, mi principal medio de movilización.

Una historia memorable es cuando en Münster, pueblo universitario cerca de Bremen, en el centro-norte de Alemania salí en mi bólido al bar heavy-metal que tenían unos chilenos, frecuentado por todos los latinos lánguidos perdidos por esos andurriales.

Después de un par de horas (y schops de cerveza con ley de pureza) al salir la escena completa se había puesto blanca y silenciosa. 20 cms de nieve lo cubrían todo. Feliz me fui marcando mi huella continua por la nieve inmaculada, hasta que zas!, en una esquina la bicicleta y mi cuerpo siguieron caminos distintos. Den por descontado que en ese momento me acordé de mi antiguo amigo brasilero, si bien no tuve que lamentar huesos rotos en este caso, solo machucones y el aprendizaje de que cicletear en nieve puede ser bastante resbaloso.

Esa bicicleta se la regalé a un amigo chileno al volverme a este hemisferio. No sé si habrá apreciado en su totalidad la obra de ingeniería que terminó siendo. Probablemente hoy descanse en algún cementerio parecido a los de donde salió, o incluso sus pedazos formen parte de la bicicleta de algún otro inmigrante posterior.

La historia vuelve a saltar unos años. Después de esa maravilla de conectividad cicletera urbana, bicicletear en Santiago me parecía una locura suicida. Lo intenté un par de veces ¡en la Raleight azul! que mi hermano de por ahí había desenterrado y reparado. Sin embargo la intentona no prosperó, no sé si por culpa de la Raleight (parecía tener alguna maldición encima, ¿qué será de ella?) o por el shock cultural de volver a esta sociedad americanista/automovilista/antibicicletista.

Entonces conocí las mountain bikes. Estaban de moda en Chile. En Alemania las bicicletas, por lo menos las que andan por las ciudades, son de paseo. Acá todo mountain. Supongo era (es) el equivalente a la fiebre motorista por los 4x4.

Total, me compré, creo que por primera vez en mi vida pagada por mi, una bicicleta de montaña, Alpina color azul, y con el chiche de la tecnología, amortiguadores delanteros color amarillo. De fierro. En esa época recién comenzaban a aparecer las de aluminio u otros metales.

Rápidamente me di cuenta de que siendo más cómoda que una media pista distaba de la comodidad de una de paseo. Había que pedalear medio agachado, el asiento era bastante más duro y la falta de tapabarros se hacía notar al pasar por los charcos.

De todos modos tuvo una muy buena época subiendo por el Arrayán y el camino a Farellones, como así mismo algunos años después pololeos ciclísticos por el cerro San Cristóbal y por Providencia, donde oh! aparecieron algunas ciclovías. Algo ridículas, hay que decirlo, ya que llevan desde no hay nada hasta aquí se acaba, no son más largas que un par de kms. y a veces tienen un árbol justo en la mitad. Pero supongo es el inicio, una especie de carretera austral del ciclismo urbano capitalino.

A mi Alpina se le vio en su momento con silla de niños bien instalada sobre la rueda posterior, dándole sus primeros paseos a mi hijo en raids familiares por el parque de las esculturas, que aparentemente fueron fructíferos a juzgar por su pasión cicletera actual.

La historia se cierra (por ahora) con esa misma Alpina reconvertida y reloadeada en electrocleta o AC/BC, como le decimos con algunos de los amigos cleteros y electrocleteros.

A la misma bici de siempre le agregué un kit de batería de litio, y motor eléctrico de tracción delantera. Total hoy por hoy he vuelto a la sensación alemana de ser mi bici mi medio de transporte. Me sirve para ir y venir de la consulta 300 días al año. Si quiero pedaleo a lo loco y transpiro, si quiero uso el acelerador, me dejo llevar silenciosamente por el motor y descanso. Una maravilla. Endorfinas aseguradas, ejercicio cotidiano y la continuidad en algún lugar adentro con el niño aquel que montaba la Oxford y frenaba con los pies. La misma sensación de autonomía. La misma sensación de libertad.

Yan Canepa

Santiago de Chile 18 de agosto del 2011.