sábado, 27 de abril de 2013

Semáforos


“si tienes más de 40 años y en la mañana al levantarte no te duele nada quiere decir que estás muerto”

Reflexión sobre la edad, la autoridad y la libertad. Todo aquello que cambia y lo que no lo hace jamás.

La otra noche, tipo 10.30, pedaleando en el moderado frío otoñal al fin entendí, en lo profundo, en lo esencial, por qué me niego a bajarme de la bicicleta, incluso después de 3 pannes seguidas del sistema eléctrico, que aún tienen a “black mambo” en la UCI de las baterías de litio. 
Ante la frustración del camino interrumpido tantas veces en un mes tuve la idea pasajera de volver a comprarme un auto, un spark, un maruti, o sea apenas un auto, pero no, no cedí. Me compré de regalo otra bici, coincidiendo justo con mi segundo cumpleaños de movilidad puramente cletera (la novena? décima de mi vida?), “speedy gonzález”, una plegable-urbana-ultrapráctica electrocleta. 
Resistí así afortunadamente el impulso pequeño burgués, que cobra aún más significado según lo que sigo contando.
Iba entonces en speedy por la noche de Las Condes, las calles casi completamente vacías en un día martes, y tuve el insight final: lo que más me gusta de andar en bici es saltarme las convenciones de movimiento vehicular, y dentro de estas, su símbolo más preclaro e inconmovible, el inefable semáforo.
Me genera tremendo placer pasar por el costado de una larga fila de autos parados ante una luz roja, y si no viene nada simplemente pasar, ante la mirada entre enfurecida y envidiosa de los enlatados. Así mismo en las noches, sin autos amenazantes, creo que he podido hacer el recorrido completo entre la consulta y mi casa sin tener que parar nunca. 
Como la fábula del conejo y la tortuga, ser la tortuga, que a 30 km/hr avanza dribleando la ciudad y sus obstáculos y artilugios. 
Pensaba entonces esa noche, en que venía de una significativa conversa con mi viejo amigo de la educación media, perdido para mi por 25 años y reencontrado recientemente, como finalmente todo esto es un modo de lidiar con la autoridad.
Recordábamos en nuestro diálogo los tiempos de dictadura en que nos tocó formar nuestra identidad adolescente. En un colegio además cuyo orgullo era ser espiritualmente coincidente con la honorable junta y sus principios rectores de la la moralidad.
En esa época en que en un inútil ejercicio de limpieza de imagen apareció el spot de “un amigo en su camino” y todos sabíamos que los pacos nunca serían un amigo para uno. Algunos años después los degollados nos confirmarían esa percepción.
Bueno, en mi imaginario cada semáforo es un pequeño paco (de hecho a veces los pacos hacen de semáforos, de-frente-de-lado, generalmente con poco éxito), con su orden imperativa y la amenaza de “falta gravísima” que sería saltarse sus sacrosantos colores. “pare ud., siga ud”, nos dicen, con autoridad total sobre nuestro devenir callejero. Sin derecho a debate o pataleo. Autoridad total, despótica, dictatorial. 
Entendí entonces, mientras fluía gozosamente por la esquina de Manquehue o de Tomás Moro con total independencia de los colores y mandatos del “paco de fierro” que esa libertad es un anhelo, una necesidad reencontrada de la que no quiero prescindir jamás.
Saltarse un taco, pasar por una esquina si no viene nadie, cruzar por la mitad de un parque, subirse a la vereda en caso de necesidad, meterse a un negocio, estacionarse en cualquier lado que tenga un fierro al cual encadenarse (simbólicamente puede ser incluso un semáforo!) son compensaciones, tal vez algo tardías, pero importantísimas, de ese adolescente crecido en el país del Capitán General con lentes (y planes) oscuros.
Ese espacio interno, esa sensación de libertad, de libre flujo es lo que me tiene en dos ruedas. Mucho más que el ahorro de dinero, o una abstracta causa ecológica, hay que confesarlo. 
Moverse libre, por la ciudad y el paisaje interno, de eso se trata. Y eso no se transa compañero, eso se mantiene presente, ahora y siempre!