Estaba
tendido de espaldas sobre el suelo de mármol blanco del Buddha Hall. En
sufrimiento. Mi matrimonio de cerca de un año de duración se había venido abajo
de mala manera.
Sentía la
angustia, la rabia, la vergüenza, la pena, el temor al qué dirán y del futuro.
De la vuelta a Chile, de los planes truncos, de las esperanzas defraudadas.
Al fondo
había un grupo local haciendo música india, el que había ido a ver. En el
vértigo de mi dolor sentía al fondo el sitar desgranando esas escalas raras de
la música hindú.
Sentía
dolor en mi cuerpo, lágrimas en los ojos, el abdomen apretado, los músculos
contraídos, tal como venía recurrentemente sintiendo por la última semana y
media.
Me acosté entonces
de espaldas y sentí que la respiración casi no fluía, entre el tórax y el
abdomen tensos. Sentí que bien podía hasta morir del sufrimiento, de la
angustia.
Tendido entonces
ahí, cerca del escenario, del mismo mármol albo, desde donde el maestro solía
dar sus discursos, sentí que no podía ya hacer más, que llegaba al fin de mis fuerzas,
al límite mismo de la desesperación.
En ese
momento me acordé de algo que acababa de aprender en una de las terapias
humanistas grupales a las que había asistido, lo llamaban alchemy of
acceptance, o alquimia de la aceptación, y en la teoría decía que si uno
permitía que alguna emoción penetrara y fluyera libremente por el cuerpo, este
la iba a transmutar en otra cosa. Lo habíamos practicado un poco, y algo había
alcanzado a sentir, pero la verdad no pasaba de ser un concepto a esa altura.
Acostado en
el fresco piso esa noche lo recordé, y decidí probar, ver qué pasaba, total
peor no podía ya estar.
Empecé a
respirar profundo en mi abdomen, dejándome sentir el dolor en toda su plenitud.
Casi sádicamente fui respirando en él, sintiendo como se repartía por cada
parte de mi cuerpo, tomándose las extremidades, paseando por los músculos que
forcé a relajarse y dejarlo pasar.
Fui
sintiendo un dolor de intensidad creciente, casi insoportable, que se manifestó
en forma de luz bajo mis párpados cerrados y la sensación de que mi cuerpo
entero iba a explotar, el corazón latiendo como un martillo dentro del pecho,
los pulmones casi sin aire, como un pez fuera del agua. Pensé en parar, que
esto me iba a matar o destruir, pero decidí seguir adelante, hasta donde
llegara y pasara lo que pasara, la música india muy en el trasfondo, dándome
ánimos.
De repente,
en cosa de un par de minutos tal vez, lo que era dolor insoportable fue
cambiando en otra cosa, una calidez, una sensación amable, que corría por mis
nervios. Fui sintiendo que la respiración se aligeraba, el corazón se
tranquilizaba, algo se desprendía de mi cara y cabeza, sentí que el cuerpo se
ponía más liviano y algo se expandía dentro de mí, desde el abdomen hacia el
resto del cuerpo.
Estas
sensaciones se fueron acentuando, moviéndose expansivamente, hasta que terminé
sintiendo una nueva sensación de intenso goce corporal, sensual, de placer, de
alegría.
Abrí los
ojos y me incorporé sobre mis codos, mirando a mi alrededor con curiosidad y
algo de asombro.
Estaba
vivo, estaba en la India, sentía los ruidos de los pájaros nocturnos, la brisa
tibia de la noche tropical, la gente sentada en el suelo por todas partes,
inconsciente de la revolución que se acababa de producir dentro mío, los
músicos que seguían tocando sus sitares, bansuris y tablas al fondo en armonía.
Sentí que
todo cobraba sentido, que estaba más vivo que nunca, que estaba todo perfecto,
que estaba en el lugar justo donde debía estar.
Sentí una
inmensa gratitud por las bendiciones que estaba recibiendo, que había recibido
durante toda mi vida. Recordé a mi familia con amor, me emocioné, lloré quedamente
de alegría por la belleza que me rodeaba. Me quedé sin palabras, apenas el
reconocimiento de que algo maravilloso estaba pasando. Me quedó apenas un
pálido recuerdo del sufrimiento en el que me encontraba apenas cinco minutos
atrás, una especie de leve retrogusto en el contexto amoroso en el que me
encontré.
Y silencio
adentro.
Decidí levantarme
y acercarme a la música, mezclándome con todos los que ahí estaban, que se
veían luminosos y amables. En silencio, solo, y a la vez más acompañado que
nunca antes.
En ese
momento decidí quedarme en India por todo el tiempo que fuera necesario.
Este estado
permaneció así por un par de días. Algo de él se quedó para siempre.
Santiago,
16 junio 2017.