viernes, 16 de junio de 2017

Alchemy of acceptance

Estaba tendido de espaldas sobre el suelo de mármol blanco del Buddha Hall. En sufrimiento. Mi matrimonio de cerca de un año de duración se había venido abajo de mala manera.
Sentía la angustia, la rabia, la vergüenza, la pena, el temor al qué dirán y del futuro. De la vuelta a Chile, de los planes truncos, de las esperanzas defraudadas.
Al fondo había un grupo local haciendo música india, el que había ido a ver. En el vértigo de mi dolor sentía al fondo el sitar desgranando esas escalas raras de la música hindú.
Sentía dolor en mi cuerpo, lágrimas en los ojos, el abdomen apretado, los músculos contraídos, tal como venía recurrentemente sintiendo por la última semana y media.
Me acosté entonces de espaldas y sentí que la respiración casi no fluía, entre el tórax y el abdomen tensos. Sentí que bien podía hasta morir del sufrimiento, de la angustia.
Tendido entonces ahí, cerca del escenario, del mismo mármol albo, desde donde el maestro solía dar sus discursos, sentí que no podía ya hacer más, que llegaba al fin de mis fuerzas, al límite mismo de la desesperación.
En ese momento me acordé de algo que acababa de aprender en una de las terapias humanistas grupales a las que había asistido, lo llamaban alchemy of acceptance, o alquimia de la aceptación, y en la teoría decía que si uno permitía que alguna emoción penetrara y fluyera libremente por el cuerpo, este la iba a transmutar en otra cosa. Lo habíamos practicado un poco, y algo había alcanzado a sentir, pero la verdad no pasaba de ser un concepto a esa altura.
Acostado en el fresco piso esa noche lo recordé, y decidí probar, ver qué pasaba, total peor no podía ya estar.
Empecé a respirar profundo en mi abdomen, dejándome sentir el dolor en toda su plenitud. Casi sádicamente fui respirando en él, sintiendo como se repartía por cada parte de mi cuerpo, tomándose las extremidades, paseando por los músculos que forcé a relajarse y dejarlo pasar.
Fui sintiendo un dolor de intensidad creciente, casi insoportable, que se manifestó en forma de luz bajo mis párpados cerrados y la sensación de que mi cuerpo entero iba a explotar, el corazón latiendo como un martillo dentro del pecho, los pulmones casi sin aire, como un pez fuera del agua. Pensé en parar, que esto me iba a matar o destruir, pero decidí seguir adelante, hasta donde llegara y pasara lo que pasara, la música india muy en el trasfondo, dándome ánimos.
De repente, en cosa de un par de minutos tal vez, lo que era dolor insoportable fue cambiando en otra cosa, una calidez, una sensación amable, que corría por mis nervios. Fui sintiendo que la respiración se aligeraba, el corazón se tranquilizaba, algo se desprendía de mi cara y cabeza, sentí que el cuerpo se ponía más liviano y algo se expandía dentro de mí, desde el abdomen hacia el resto del cuerpo.
Estas sensaciones se fueron acentuando, moviéndose expansivamente, hasta que terminé sintiendo una nueva sensación de intenso goce corporal, sensual, de placer, de alegría.
Abrí los ojos y me incorporé sobre mis codos, mirando a mi alrededor con curiosidad y algo de asombro.
Estaba vivo, estaba en la India, sentía los ruidos de los pájaros nocturnos, la brisa tibia de la noche tropical, la gente sentada en el suelo por todas partes, inconsciente de la revolución que se acababa de producir dentro mío, los músicos que seguían tocando sus sitares, bansuris y tablas al fondo en armonía.
Sentí que todo cobraba sentido, que estaba más vivo que nunca, que estaba todo perfecto, que estaba en el lugar justo donde debía estar.
Sentí una inmensa gratitud por las bendiciones que estaba recibiendo, que había recibido durante toda mi vida. Recordé a mi familia con amor, me emocioné, lloré quedamente de alegría por la belleza que me rodeaba. Me quedé sin palabras, apenas el reconocimiento de que algo maravilloso estaba pasando. Me quedó apenas un pálido recuerdo del sufrimiento en el que me encontraba apenas cinco minutos atrás, una especie de leve retrogusto en el contexto amoroso en el que me encontré.
Y silencio adentro.
Decidí levantarme y acercarme a la música, mezclándome con todos los que ahí estaban, que se veían luminosos y amables. En silencio, solo, y a la vez más acompañado que nunca antes.
En ese momento decidí quedarme en India por todo el tiempo que fuera necesario.
Este estado permaneció así por un par de días. Algo de él se quedó para siempre.

Santiago, 16 junio 2017.


domingo, 4 de junio de 2017

Viejicleteros

Veníamos bajando en fila india un sendero sinuoso y bastante pedregoso desde El Panul. Veníamos felices, con la adrenalina propia de las bajadas, que se instala sobre las endorfinas ganadas a pulso y con sufrimiento en las subidas. De repente, sin saber ni como, la rueda delantera se me atasca en unas raíces y al tratar de compensar termina en 90º respecto del camino… resultado final, salgo volando, en un piquero por sobre la bicicleta y en un clavado de metro y medio de recorrido, que si hubiera sido en una piscina probablemente hubiese sido bastante guatazo, al ser en tierra con piedras lo fue también, pero con estrellitas ante los ojos.
Este conchazo reciente me hizo recordar el accidentado y por qué no decirlo, hasta heroico recorrido de nuestro grupo de cleteo de cerro.
Toda esta aventura comenzó a propósito de conversaciones con el Martín, cuasi primo, que llevaba ya un par de años subiendo y bajando cerros. Me dejé convencer de ir a dar una vuelta al parque Mahuida, hoy considerada un paseo corto y fácil, que resultó un buen comienzo. En esa ocasión fuimos con Silvestre, quien también estaba bastante entusiasmado con la actividad. Sin embargo, cuento al tiro ese desafortunado evento, Silve se bajó de la actividad antes incluso que existiera el grupo, producto de una caída en Quebrada de Macul, en que se enterró una rama en la pantorrilla y que terminó con puntos e inmovilización.
Desde ya, cualquier caída en el cerro que no termine ni con yeso, puntos u operación es una caída poco relevante, que solo aporta experiencia al afortunado. Las otras son el motivo de este relato.
El entusiasmo fue incrementándose subida a subida, contagioso además a varios notables coapoderados y amistades varias, todos bastante culposos de los asados y libaciones de los fines de semana, no bien compensadas con un ejercicio absolutorio.
Empezamos a subir así de forma reiterada la Quebrada de Macul, que retrospectivamente vista, no era la mejor ruta para principiantes. De todos modos fuimos mejorando en técnica, número y entusiasmo, hasta el fatídico hito nº 1.
Germán, uno de los más participativos del lote, de puro entusiasmo mal regulado terminó cayendo de cara arriba de una roca, delante de la casa del huaso, casi ya al final de un recorrido en la Quebrada. No estuve presente en la ocasión, pero creo que colaboró a que Pedro, que fue quien colisionó con Germán en ese fatídico domingo, terminara dejando los pedales unos meses después. El relato de los que sí estaban es que fue un espectáculo dantesco, como les gusta decir a los periodistas de la tele, sangriento y escalofriante.
Como veremos, el estrés post traumático es también un participante de este grupo.
Resumen, Germán estuvo fuera de las pistas por meses, con varias operaciones de nariz, dientes y hombro de por medio.
Hubo algunas semanas de estupor y recriminaciones conyugales en nuestros hogares después de eso, no lo duden. Decidimos adquirir cascos integrales (con protección para la cara), como signo de madurez y responsabilidad. Y seguimos saliendo.
Con el tiempo Germán volvería a acompañarnos, si bien le ha costado volver a encontrar el justo punto entre arrojo y prudencia, como les ha pasado a varios de los accidentados. Él podrá en algún momento escribir su propia historia.
Con el tiempo, y a medida que íbamos ganando en experiencia cletera y conocimiento de nuevos circuitos: Las Varas, El Durazno, Manquehue, Palo Colorado, hubo varios compañeros que hicieron fugaces participaciones, que terminaron después de algún resbalón. Boris se fisuró un par de costillas en Quilimarí, Gustavo se cagó el manguito de los rotadores creo que en ese mismo paseo (¿habrá influído que fue con motivo de la despedida de soltero de Germán?). Marcial se dio una vuelta de carnero magnífica en Quebrada de Macul. Ellos no volvieron más.
Supongo que el fantasma de la caída de Germán quedó para siempre flotando sobre el grupo, de modo que varios posibles compañeros prefirieron restarse después de algún costalazo doloroso.
Varios de nosotros, ya capturados por la adicción, continuamos subiendo con bastante constancia y entusiasmo pese a todo, hasta que un día lluvioso de diciembre tuvimos el hito nº2.
Rogelio hizo el intento de volar en un escalón del cerro Manquehuito y no voló ná. A punta de puro entusiasmo y adrenalina se dejó caer en un desnivel, con la mala suerte de derrapar al llegar abajo y golpear con la cadera izquierda en el suelo. No hubo caso de poder moverlo nunca más. Horas después una radiografía explicaría el por qué: fractura de cadera.
Aprendimos ese día que bomberos es una institución que funciona, con un rescate en camilla que salió hasta en la tele. Posteriormente ambulancia y operación en Clínica Las Condes.
Nueva pausa después de este accidente. Los reclamos familiares se hicieron más contundentes: “qué locuras están haciendo en el cerro, se van a terminar matando”, “uds. ya no tienen edad para andar haciendo ese deporte”. De este último comentario nace el nombre del grupo hasta hoy.
Sin embargo el gusto por la naturaleza, por salir a pasear en grupo, por tirar la talla y reírnos a carcajadas, por sufrirse las subidas, tirando puteadas asfixiadas y gozarse las bajadas, como un planeador, por el flow, por estar un domingo en la mañana en la mitad del cerro, por escuchar los cantos de los pájaros, por ver la ciudad desde arriba, por escuchar el silencio y el propio corazón, fue más fuerte, y poco a poco volvimos a salir.
Rogelio fiel a su temperamento combativo a los 3 meses ya estaba arriba de la bicicleta de nuevo.
Seguimos entonces, sumando siempre algunos nuevos compañeros. Algunas incorporaciones más recientes han sido Ivo, con vocación de downhill, que a la subida se nos queda atrás y a la bajada nos espera en el auto, Sergio, gran conocedor de rutas y artilugios, nuestra enciclopedia ciclística y Rodrigo, el hombre microsoft (nada de hardware, solo software).
Quien ha mostrado mucha perseverancia y entusiasmo es Rolando, quien salida a salida ha ido perfeccionando su técnica y desarrollando estado físico. Hasta que en una salida a fines del año pasado, pagó, una vez más en el Manquehuito. Hito nº 3.
Salió volando sobre el manillar, en un mecanismo parecido al que describía al inicio de este relato, con la mala suerte de caer sobre el hombro derecho. Conclusión: fin del paseo, el que terminó en urgencia de Clínica Indisa, con operación por fractura de clavícula.
Esta vez ya en las casas casi nos dijeron nada. Solo nos miraron profundo. Tal vez revisaron si habían seguros comprometidos, o nos pidieron las claves de las cuentas del banco, por si acaso.
Y…. seguimos saliendo. Rolando, por su parte, ha vuelto a tomar la bicicleta. Sin ir más lejos, la semana pasada fuimos al Manquehue, a pasar revista del lugar de los hechos y matar el chuncho.
Así los viejicleteros seguimos cleteando, semana a semana. Estamos golpeados, es cierto. Tomamos más precauciones, eso también es cierto. Pero para que nos bajen de las cletas, la verdad, estamos muy lejos.
Es lo que nos mantiene vivos.
Hay una frase que dice así y creo nos representa: no se deja de pedalear cuando se envejece, se envejece cuando se deja de pedalear.


Santiago, junio 2017.

lunes, 24 de abril de 2017

De canarios y otros lugares.


En psicoterapia suele ser útil la pregunta: ¿cuándo fue la primera vez en tu vida que te sentiste de este modo?, de forma de rastrear los orígenes de ciertas configuraciones emocionales o mecanismos de defensa.
Esa pregunta me la hice estando en un estado de conciencia ampliada, conectado con el cuerpo y la respiración, con una alerta sin juicio ni prejuicio sobre los sonidos circundantes o las luces y sombras a través de mis párpados cerrados, en un retiro de día sábado, al que fui invitado hace unos pocos meses por unos buenos amigos.
¿Cuándo fue la primera vez que sentí esto?, apareció la pregunta en mi conciencia.
De repente, sin palabras, mas bien en forma de imágenes, me vi de nuevo sentado sobre el muro de la casa de mis abuelos en Recreo.
Mis abuelos maternos, Tata y Mimi, vivían desde siempre (para mí) en una casa antigua construída en la ladera de un cerro, varios metros por sobre la calle Diego Portales (la principal de Recreo, por la que alguna vez pasó el personaje, rumbo al puerto, hasta Los Placeres, donde fue fusilado, se encargaba el Tata de informar a quién quisiera escuchar), a la que se accedía a través de una puerta en una gran muralla, que daba a la calle.
Al entrar por esa puerta, uno se encontraba en un pequeño espacio cerrado, donde había una escalera (con 17 peldaños, si la memoria no me engaña), por la que se subía hacia la derecha, hasta llegar al nivel del jardín. En ese lugar había una jardinera, sobre la cual, si una se sentaba, quedaba con vista a la calle, por sobre el borde del muro.
En ese mismo lugar había un cordel amarrado, que bajaba junto al pasamanos, hasta la cerradura de la puerta, de modo de abrir desde arriba cuando alguien tocaba la aldaba (por alguna razón a mi abuelo no le gustaban los timbres, una dentro de sus múltiples peculiaridades. Al resto del barrio no le gustaba la aldaba, yo sabía que se quejaban del ruido de los golpes, pero creo que nadie nunca quiso entrar en esa discusión con ese señor belicoso. Pero esa es otra historia), a la manera de un control remoto, versión años 70.
Por esos tiempos, yo ya contaba en casa con al menos uno, y después dos hermanos (más uno que murió al nacer a mis dos años, personaje que apareció profusamente en alguna terapia, lo cual también es otra historia). Recuerdo entonces haber ido a alojar frecuentemente a la casa de Recreo, donde me sentía de nuevo “hijo único”, regaloneado por los abuelos; el señor cascarrabias, imaginativo y cariñoso (ahora sé que portaba un toc nunca diagnosticado ni tratado) y la abuela alemana gordita y amorosa, con mucho olor a colonia (reinterpretado con el tiempo como la estrategia para ocultar el olor al trago que tomaba escondida, probablemente buscando alivio a su depresión crónica, que solo vino a ser tratada en su tercera edad). (Algunas hipótesis que se les puedan ir ocurriendo respecto de mis decisiones vocacionales probablemente sean ciertas, pero por ahora también lo dejaremos para otro relato).
En uno de esos múltiples fines de semana, tal vez después de regresar de alguno de los viajes iniciáticos con mi abuelo a Valparaíso (a cachurear antiguedades marinas, a buscar tambores de aceite para hacer unos fletes misteriosos con su camioneta Chevrolet a La Calera y seguro que a comer un completo gigante en el Bavestrello de aperitivo, mientras él se tomaba una cerveza Bock), o quizá después de uno de los “safaris de caracoles” en los que hacíamos comptencias de quien encontraba más (ganaba siempre el Tata, conocía cada hoja, cada piedra donde se escondían), estando sentado en la jardinera arriba del muro, tuve la experiencia que contesta la pregunta de al principio de estas divagaciones.
Recuerdo un día soleado, de un sol que no calentaba mucho, ¿otoño tal vez?. Estaba yo sentado sobre el muro, mirando hacia abajo, como me gustaba hacer, viendo a los autos pasar por la calle y escuchando a las personas que caminaban por la vereda bajo el muro, inconcientes de mi presencia infantil y atenta 4 metros más arriba.
Mi abuelo tenía dos mascotas, una perra salchicha, que creo deben haber sido dos o tres sucesivas (ningún perro puede vivir 20 años) llamada Fusca (que no tiene espacio en este relato) y un canario (o varios sucesivamente, no tengo idea de la vida media de estos pajaritos) llamado “Pípsili”, o tal vez ese era solo su apodo (todos tenían apodo con mi abuelo, el mío: Luchito Peñaloza). Este canario vivía en su jaula (que limpiábamos y manteníamos regularmente con el Tata), que tenía tres ganchos para ser colgada: uno bajo el alero de la bodega, otro al lado de la mesa de la terraza y finalmente el que estaba detrás de la jardinera, arriba del muro. Ese gancho era para que Pípsili “tomara sol” en los mediodías frescos de media estación.
Estando ese día sentado arriba del muro, mirando hacia la calle, muy quieto mientras todos abajo se movían, Pípsili de improviso comenzó a gorjear, como solo los canarios saben hacer. Pípsili era muy cantor, según mi abuelo, cantaba porque estaba contento.
Ahí fue entonces cuando lo sentí. El mundo pareció detenerse, o al menos ir mucho más lento. Las personas que pasaban, en auto o a pie, cobraron una especie de gracia, una elegancia y coordinación, que yo veía desde la perfecta quietud. El gorjeo del canario parecía desvanecer mis pensamientos, no cabía otra cosa en mi cabeza que ese trinar amarillo. Los latidos de mi corazón lo acompasaban, las inspiraciones y expiraciones al mismo ritmo coordinadas.
Asombrosamente, pero sin real asombro, si no más bien deleite, dentro del movimiento hubo quietud, dentro de los sonidos silencio. Por algunos segundos, o minutos, quien sabe, todo se armonizó, todo estaba justo en el lugar preciso, no había nada más que lo que había, sin palabras, sin tiempo ni pensamientos.
Presencia.
Completud.
Así le dicen, entre muchas otras formas, he descubierto con el tiempo.
No recuerdo como terminó..., tal vez un llamado a almorzar de la Mimi...
No volví a evocar ese momento, esa experiencia, hasta ese sábado de retiro.
Si bien, siendo honesto, conciente o inconcientemente, nunca más pude dejar de recordarlo y perseguirlo.

Santiago, 40 años después.




PD. En esa época no existían los murales que hay hoy.