lunes, 24 de abril de 2017

De canarios y otros lugares.


En psicoterapia suele ser útil la pregunta: ¿cuándo fue la primera vez en tu vida que te sentiste de este modo?, de forma de rastrear los orígenes de ciertas configuraciones emocionales o mecanismos de defensa.
Esa pregunta me la hice estando en un estado de conciencia ampliada, conectado con el cuerpo y la respiración, con una alerta sin juicio ni prejuicio sobre los sonidos circundantes o las luces y sombras a través de mis párpados cerrados, en un retiro de día sábado, al que fui invitado hace unos pocos meses por unos buenos amigos.
¿Cuándo fue la primera vez que sentí esto?, apareció la pregunta en mi conciencia.
De repente, sin palabras, mas bien en forma de imágenes, me vi de nuevo sentado sobre el muro de la casa de mis abuelos en Recreo.
Mis abuelos maternos, Tata y Mimi, vivían desde siempre (para mí) en una casa antigua construída en la ladera de un cerro, varios metros por sobre la calle Diego Portales (la principal de Recreo, por la que alguna vez pasó el personaje, rumbo al puerto, hasta Los Placeres, donde fue fusilado, se encargaba el Tata de informar a quién quisiera escuchar), a la que se accedía a través de una puerta en una gran muralla, que daba a la calle.
Al entrar por esa puerta, uno se encontraba en un pequeño espacio cerrado, donde había una escalera (con 17 peldaños, si la memoria no me engaña), por la que se subía hacia la derecha, hasta llegar al nivel del jardín. En ese lugar había una jardinera, sobre la cual, si una se sentaba, quedaba con vista a la calle, por sobre el borde del muro.
En ese mismo lugar había un cordel amarrado, que bajaba junto al pasamanos, hasta la cerradura de la puerta, de modo de abrir desde arriba cuando alguien tocaba la aldaba (por alguna razón a mi abuelo no le gustaban los timbres, una dentro de sus múltiples peculiaridades. Al resto del barrio no le gustaba la aldaba, yo sabía que se quejaban del ruido de los golpes, pero creo que nadie nunca quiso entrar en esa discusión con ese señor belicoso. Pero esa es otra historia), a la manera de un control remoto, versión años 70.
Por esos tiempos, yo ya contaba en casa con al menos uno, y después dos hermanos (más uno que murió al nacer a mis dos años, personaje que apareció profusamente en alguna terapia, lo cual también es otra historia). Recuerdo entonces haber ido a alojar frecuentemente a la casa de Recreo, donde me sentía de nuevo “hijo único”, regaloneado por los abuelos; el señor cascarrabias, imaginativo y cariñoso (ahora sé que portaba un toc nunca diagnosticado ni tratado) y la abuela alemana gordita y amorosa, con mucho olor a colonia (reinterpretado con el tiempo como la estrategia para ocultar el olor al trago que tomaba escondida, probablemente buscando alivio a su depresión crónica, que solo vino a ser tratada en su tercera edad). (Algunas hipótesis que se les puedan ir ocurriendo respecto de mis decisiones vocacionales probablemente sean ciertas, pero por ahora también lo dejaremos para otro relato).
En uno de esos múltiples fines de semana, tal vez después de regresar de alguno de los viajes iniciáticos con mi abuelo a Valparaíso (a cachurear antiguedades marinas, a buscar tambores de aceite para hacer unos fletes misteriosos con su camioneta Chevrolet a La Calera y seguro que a comer un completo gigante en el Bavestrello de aperitivo, mientras él se tomaba una cerveza Bock), o quizá después de uno de los “safaris de caracoles” en los que hacíamos comptencias de quien encontraba más (ganaba siempre el Tata, conocía cada hoja, cada piedra donde se escondían), estando sentado en la jardinera arriba del muro, tuve la experiencia que contesta la pregunta de al principio de estas divagaciones.
Recuerdo un día soleado, de un sol que no calentaba mucho, ¿otoño tal vez?. Estaba yo sentado sobre el muro, mirando hacia abajo, como me gustaba hacer, viendo a los autos pasar por la calle y escuchando a las personas que caminaban por la vereda bajo el muro, inconcientes de mi presencia infantil y atenta 4 metros más arriba.
Mi abuelo tenía dos mascotas, una perra salchicha, que creo deben haber sido dos o tres sucesivas (ningún perro puede vivir 20 años) llamada Fusca (que no tiene espacio en este relato) y un canario (o varios sucesivamente, no tengo idea de la vida media de estos pajaritos) llamado “Pípsili”, o tal vez ese era solo su apodo (todos tenían apodo con mi abuelo, el mío: Luchito Peñaloza). Este canario vivía en su jaula (que limpiábamos y manteníamos regularmente con el Tata), que tenía tres ganchos para ser colgada: uno bajo el alero de la bodega, otro al lado de la mesa de la terraza y finalmente el que estaba detrás de la jardinera, arriba del muro. Ese gancho era para que Pípsili “tomara sol” en los mediodías frescos de media estación.
Estando ese día sentado arriba del muro, mirando hacia la calle, muy quieto mientras todos abajo se movían, Pípsili de improviso comenzó a gorjear, como solo los canarios saben hacer. Pípsili era muy cantor, según mi abuelo, cantaba porque estaba contento.
Ahí fue entonces cuando lo sentí. El mundo pareció detenerse, o al menos ir mucho más lento. Las personas que pasaban, en auto o a pie, cobraron una especie de gracia, una elegancia y coordinación, que yo veía desde la perfecta quietud. El gorjeo del canario parecía desvanecer mis pensamientos, no cabía otra cosa en mi cabeza que ese trinar amarillo. Los latidos de mi corazón lo acompasaban, las inspiraciones y expiraciones al mismo ritmo coordinadas.
Asombrosamente, pero sin real asombro, si no más bien deleite, dentro del movimiento hubo quietud, dentro de los sonidos silencio. Por algunos segundos, o minutos, quien sabe, todo se armonizó, todo estaba justo en el lugar preciso, no había nada más que lo que había, sin palabras, sin tiempo ni pensamientos.
Presencia.
Completud.
Así le dicen, entre muchas otras formas, he descubierto con el tiempo.
No recuerdo como terminó..., tal vez un llamado a almorzar de la Mimi...
No volví a evocar ese momento, esa experiencia, hasta ese sábado de retiro.
Si bien, siendo honesto, conciente o inconcientemente, nunca más pude dejar de recordarlo y perseguirlo.

Santiago, 40 años después.




PD. En esa época no existían los murales que hay hoy.