LA PRUEBA DEL CICLISTA
Los jefes pueden aprender mucho observando a un futuro empleado en una bicicleta. Andando en bicicleta hacia mi trabajo por la ciudad de Londres una mañana oscura la semana anterior, me pasó un hombre vestido de negro, sin casco y sin luces, escuchando música por sus audífonos. Idiota, pensé. Cuando desapareció en el aparcamiento subterráneo de un gran banco, me pregunté: ¿Qué clase de banquero podría ser un hombre así? O es un estúpido a la hora de evaluar riesgos. O quiere morir. Ambas posibilidades serían desafortunados atributos en alguien que maneja el dinero de otros. Me hizo pensar en las cosas que revelamos sobre nosotros mismos cuando estamos sobre dos ruedas, y cuán útiles esos datos podrían ser para nuestros jefes.
Siempre se me ha ocurrido que, como grupo, los ciclistas debían ser relativamente buenos empleados. Todos estamos más o menos en forma. Tenemos lo que se necesita para ser confiables y puntuales. Cuando los trenes dejan de funcionar debido a un poco de viento –como ocurrió en Londres el lunes pasado– llegamos a tiempo al trabajo. Tomamos riesgos y somos ligeramente rebeldes, lo cual funciona muy bien, especialmente en un oficio como el periodismo.
Sólo hacen falta diez minutos en una calle de Londres para entender que no somos ningún tipo de grupo. Algunos somos veloces, otros lentos. Algunos usamos cascos, otros no. Algunos rompemos todas las reglas, algunos no rompemos ninguna. Si los jefes de verdad quieren saber cómo son sus futuros empleados, deberían olvidar las pruebas psicométricas y observarlos andando en bicicleta. Algunos ciclistas protestarían que son agresivos al andar en las calles, sólo para convertirse en gatitos mansos en el escritorio, pero no estoy de acuerdo: en una bicicleta uno está cerca de la muerte y por eso uno se convierte en una versión más intensa de uno mismo.
Cuando dejé al banquero que no entendía de riesgo y seguí hacia al trabajo, vi a otros tres ciclistas mostrando características que debían ser de interés para sus departamentos de Recursos Humanos. El primero tenía la pierna derecha del pantalón enrollada para revelar una pantorrilla sólida. Tal ingeniosidad en la ausencia de una presilla me impresionó: yo lo contrataría como solucionador de problemas. El próximo era un hombre balanceándose en una bicicleta de pista en frente de un semáforo. A nadie le gusta trabajar con un exhibicionista.
Y entonces me encontré a una mujer en una bicicleta Brompton color rosa pasándose la luz roja junto a la Catedral de St. Paul, forzando a los transeúntes a quitarse del medio. Uno le gritó “¡imbécil!”, pero ella no le hizo caso.
Claramente, la luz roja es el punto clave para recopilar datos. Esta mujer definitivamente no pasó la prueba, mientras que otros que se saltan la luz roja –sin incomodar a nadie– probablemente sí la pasan. La luz roja también separa a los líderes de los seguidores. Cuando hay un gran grupo de bicicletas en un semáforo, se necesita un tipo particular de ciclista para romper el consenso y salir adelante, pero una vez que lo ha hecho otros lo seguirán, dejando sólo a uno o dos atrás. Yo contrataría a estos individuos inmediatamente, pero únicamente para trabajos en auditoría o conformidad.
La prueba de las dos ruedas también elimina a los que no son jugadores de equipo. Todos los ciclistas ven a los autos, camiones y autobuses como sus enemigos naturales, pero el ciclista que es hostil hacia su propia clase, y que pasa a los demás por la vía de adentro, sólo sirve para trabajos solitarios.
El ciclismo no sólo demuestra cuán competitivo somos, demuestra lo que piensan los hombres de mujeres que son más veloces que ellos. En las (cada vez más infrecuentes) ocasiones que paso a un hombre en bicicleta, él casi siempre me pasa a mí enseguida, sólo para probar un punto.
No sólo es una indicación el comportamiento en la bicicleta, también lo es la bicicleta misma. La persona con la bicicleta de carreras quiere impresionar a los demás. La persona en la híbrida simplemente quiere encontrar la mejor solución. El hombre que no está en muy buena forma, pero se viste de Lycra, es puro cuento. La persona que no lleva casco o reflectores está loca, pero también lo está la persona que tiene tantas luces y espejos en su bicicleta que casi no cabe una persona.
Para comprobar mi teoría sobre la conexión entre la personalidad y estilo de ciclismo, acabo de llevar a cabo una pequeña prueba de control. Un lector llevaba tiempo ofreciéndome una vuelta en su bicicleta tándem y me vi obligada a practicar el ciclismo como él, lo cual resultó ser una experiencia segura, confiable y cortés. Yo definitivamente lo hubiera contratado. Y, sin embargo, sentí temor de andar en una bicicleta sin ser yo misma.
¿Qué demuestra entonces practicar el ciclismo a mi manera? Que me gusta estar en control. Que me burlo de algunas reglas y que soy bastante egoísta, pero que trato de no ser escandalosamente odiosa. Llevo casco, un feo tabardo fluorescente y tacones altos, pero para prevenir que se rompan en los pedales he inventado un protector para tacones hecho de una vieja cámara de aire. Los cual demuestra que puedo ser creativa, pero solamente cuando estoy verdaderamente desesperada. •••
por revistacapital/13.12.2013
viernes, 20 de diciembre de 2013
viernes, 6 de diciembre de 2013
Black Dog
Cerca de mi casa, en Las Perdices camino a Valenzuela
Llanos, hay un sitio eriazo. Queda justo en una de las tantas curvas de esta
calle, que se nota se conformó en su momento siguiendo las sinuosidades del
canal Las Perdices, hoy subterráneo e invisible, cubierto por una ciclovía y un
parque, que no es como los parques de Vitacura, de los de verdad, pero sí mejor
que lo que había por lo menos.
Este sitio eriazo se nota poco, está rodeado de un
muro que alguna vez fue de bolones grandes de piedra. Dentro de él vive gente.
Una o varias familias que han construído unas chozas. En parte con los mismos
bolones que le fueron sacando al muro, que hoy está conformado sólo por el
cemento en el que los bolones estaban encajados. Seguro se cae al próximo terremoto.
Estos habitantes desconocidos, no sé si corresponde a
una mini toma o si alguien los autorizó en calidad de cuidadores, vaya uno a
saber quien es el dueño legal de esos, calculo a ojo, mil metros cuadrados,
tienen una vida campestre y silvestre, en la mitad de la ciudad.
Concordantemente con ese estilo tienen variada presencia de vida animal. De vez
en cuando he vislumbrado gallinas que picotean libres en el “jardín”, algunos
gatos flojos y además, por supuesto, varios perros de variados tipos, tamaños
y mezclas étnicas.
Uno de esos perros es del que se ocupa este relato.
Uno grande y negro, algo flaco y esmirriado, pero no por eso menos malas
pulgas. En realidad el relato se ocupa de una conjunción entre el perro negro y
las curvas de Las Perdices, que resultaron ser una mezcla catastrófica y fatal,
a lo más Edgar Allan Poe.
Paso todos los días por frente a ese sitio en
bicicleta. A veces por la calle, cuando voy de sur a norte, en virtud de la
deficiente conectividad de la ciclovía, y de vuelta por la mencionada
ciclorruta, muchas veces ya de noche.
Una noche justamente, hace un par de años ya, tuve mi
primera, de dos, caídas estrepitosas en bicicleta. Ya verán cómo cada una de
esas dos, en su propio estilo, se concatenarán para explicarse la tragedia.
Esa noche aciaga venía yo de una cena en una casa
cercana. Eran tipo 23.30, no andaba nadie por la calle. Venía por la ciclovía
cuando de repente siento furibundos ladridos que se acercaban. Al tratar de
identificar la fuente de repente veo al black dog que se acercaba con cara de
malas intenciones. Se ve que de noche amplía su territorio y sale a patrullar
por la cuadra. Sin darme ni cuenta y por estar concentrado en el perro y sus
desplazamientos ominosos, me salí del pavimento de la ciclovía a la tierra del
parque que la circunda justo donde ésta hace una pequeña curva que no vi. Al
tratar de volver a subir perdí el control de la cleta y plaf!, conchazo en el
suelo. Con el estruendo el perro parece que se asustó y arrancó. Por lo menos
esa noche no volví a divisarlo.
La segunda caída fue un poco más pánfila. Al ir
cambiando de pista por Nevería, en pleno mediodía, se me acercó un auto de
improviso y por mirarlo a él, es clara la similitud del mecanismo, mirar algo
que no es el camino a seguir, me incrusté contra un poste, que, una vez más,
está justo en una pequeña curva que hace esta calle en ese punto. Dos costillas
trizadas en esa oportunidad.
Repito que la mezcla de perro, u otro elemento
distractor, curvas y postes puede resultar gravemente perjudicial.
Es así entonces como llegamos al día de la tragedia,
hace una semana. Al salir de mi casa
temprano en la mañana me encontré con gran operativo policial. No
dejaban circular por Las Perdices en ninguna de ambas direcciones.
Una de las virtudes y beneficios de andar en bicicleta
es saltarse gran parte de las restricciones propias de los torpes y exagerados
vehículos de cuatro ruedas. Así entonces en vez de darme la flor de vuelta a la
que se veían obligados los autos, me fui tranquilamente pedaleando por la calle
vacía, mientras conjeturaba cuál sería la causa de tal radical desvío
automotriz.
De este modo, en medio de un extraño y hasta
angustiante e inhabitual silencio a esa hora, se escuchaban incluso los cantos
matutinos de los pájaros, me acerqué de a poco a una estremecedora escena.
Pasadito el terreno que mencionaba había una moto tipo Hurley, pero en versión
china tirada en el suelo. El costado que miraba al cielo se veía golpeado, rayado
y como apachurrado. El costado que estaba sobre el suelo se encontraba justo al
borde de un gran charco de sangre. Dos metros más allá un cuerpo humano se adivinaba
tapado con lonas naranjas, al borde de la vereda. Como cortejo fúnebre había
tres cucas y unos ocho pacos y pacas. Todos quietos, todos en silencio, como
haciendo un velatorio, un homenaje final al caído y su desgracia.
Pasé lento, sin detenerme. Quedé con una desazón que
persiste hasta el día de hoy. No pude evitar imaginar qué habrá sido lo que el
motorista iba pensando justo antes de tener el accidente, en cómo la vida se
puede apagar en un segundo, sin aviso. También me quedé conjeturando en la
causa del accidente. Me llamó la atención no ver ningún auto en la escena,
pensé que alguien lo había atropellado y luego huído.
No fue hasta un par de días después que supe la
historia completa, al decir de alguien que habló con alguien que habló con
alguien que habría presenciado el mortal accidente. Este anónimo testigo
afirmaba que motorista iba de sur a norte raudo en su vehículo cuando un perro
negro se le cruzó en el camino, en ademán de morderle las canillas. El
conductor perdió el control de la moto y tras un par de bandazos fue a chocar
con un poste. Justo pasado el sitio eriazo, precisamente donde está la curva.
Ese poste y la moto que le cayó encima fue todo lo que el infortunado motorista
necesitó para dejar de vivir.
Hoy pasé con atención por el lugar. El poste se ve
golpeado, marcado y en el suelo, junto a la acera hay rayas en el pavimento y
unos trozos de plástico, que alguna vez pertenecieron a una moto.
Me pregunto si los perros acumulan karma. O quién
habrá sido ese perro en su vida anterior. En la próxima por cierto no creo que
le dé para más que cucaracha. Perro culiao.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
Bicicletudos pelotudos.
Muy cierto, si hasta uno como bicicletero le toca recibir la prepotencia de algunos tarados de las dos ruedas...
http://www.eldinamo.cl/blog/ciclistas-furiosos/
http://www.eldinamo.cl/blog/ciclistas-furiosos/
miércoles, 13 de noviembre de 2013
Niuyorcleteando
Primera experiencia. Tuvo por destino inicial y
controlado el Central Park. El circuito de bicicletas mide alrededor de 10 km,
en un parque de aproximadamente 4,5 km de largo por 500 mt de ancho, con varios
lagos en su interior. Vaya parquecito. Hacía calor, un calor húmedo que da
cuenta de las aguas de la corriente del golfo de México que llegan
deshilachadas, pero aún cálidas hasta allá al norte al principio del otoño.
La vía dentro del parque es compartida entre autos
(principalmente de mantenimiento del mismo parque), peatones, runners y
ciclistas. La parte de ciclistas tiene vía expresa (a la derecha, lo más raro)
y a la izquierda para turistas paseadores como nosotros. Los ciclistas
deportivos circulan a altas velocidades y tienen poca paciencia con los
desconocedores de las reglas. Fue el primer encuentro con la cultura ciclística
neoyorkina en su versión impaciente.
El dominicano que nos arrendó las cletas, híbridas
negras, livianas, bien ricas, nos dio un par de recomendaciones generales que
fuimos siguiendo: no andar nunca por las veredas, ir con el sentido del tráfico,
respetar los semáforos. El casco es optativo (raro dada la obsesión por la
seguridad de los gringos, pero entendible al final por el nivel de respeto al
ciclista. En 3 días completos de movilidad intensiva en dos ruedas no pasamos
ningún susto importante. Casi risible cuando uno se mueve a diario por
Santiago, no?)
La primera media cuadra por la calle 54 hacia el east
para tomar la 8° avenida al norte hasta Columbus Circle, en la esquina
surponiente del parque generó un subidón de adrenalina que me hizo gritar. Al
fin en bici por NY!!
Envalentonados por el paisaje, la sensación de
libertad, el sentirnos en la capital del mundo, después de terminar la vuelta
al parque tomamos la decisión de irnos hasta el Riverside Park, a echarle una
mirada al Hudson River. Nos fuimos por la 72, justo al frente de Strawberry
Fields, y pasando por la puerta del edificio donde están las llamas eternas, a
propósito del loco de mierda que creyó era una buena idea descerrajarle un par
de balazos al gran John, ahí justo a la entrada de su casa.
Hay una ciclovía en casi cada avenida de Manhattan.
Están en la misma calle, separadas del tránsito por la hilera de autos
estacionados. Genial. Y también las hay por todo el contorno de la isla, por la
orilla del Hudson y por el East River. A veces se interrumpen un poco, hay que
aplicar cierta creatividad y sentido de orientación para conectar una con otra,
pero en síntesis puedo declarar a Manhattan como la capital mundial de ciclismo
urbano, sin lugar a dudas.
Bajamos por la espectacular, por la vista, pista de
bicicletas del Hudson, sin destino cierto, hasta que a la altura de la calle
22, mirando hacia el interior me di cuenta de que reconocía la inimitable
silueta, vista previamente en fotografías, del High Line Park. Encadenamos las
cletas en un poste de la calle 20, entre antiguas bodegas portuarias, hoy
convertidas en estudios de diseño o publicidad, o bien galerías de arte mega
onderas (pleno barrio de Chelsea), y nos fuimos a recorrer el High Line. No es
estrictamente un tema bicicletero, pero ese parque de rieles elevados de
antiguo tranvía reconvertido en parque urbano super fashion es desde luego lo
que más me gustó de NY. Puede haber influído la azarosa y aventurera forma de
haber llegado hasta él.
Segundo día. Partimos a pie a un flee market de la
calle 39, para después meternos al sistema de arriendo de CityBikes, que
parecía muy atractivo con sus cientos de estaciones para sacar y devolver las
bicicletas azules en cualquier punto de la ciudad. Cuec, decepción, el sistema
no aceptó nuestras credit cards sudacas. Feroz cambio de planes, quedamos de
vulgares peatones.
Nos fuimos entonces al Grand Central Station, no muy
lejos de ahí, pasando casi por casualidad por el Bryant Park, una plaza genial,
al costado de la biblioteca, que es en el fondo un mega café literario. Por
todos lados hay mesas y sillas gratis. Prestan diarios y libros, varios puestos
venden café y bebidas. Como para pasar una tarde entera.
En el Grand Central, gran y cinematográfico lugar,
encontramos una tienda Apple (en todo lugar realmente cool de la ciudad hay
una. En realidad casi es al revés, si uno encuentra una tienda de la manzanita
puedes estar seguro de que estás en un lugar o barrio que vale la pena conocer.
Así encontramos la de la 5° av con Central Park, la más famosa del mundo,
también esta de la estación central, la de Soho, la del barrio del Lincoln
Center…), que tienen la gracia de Internet gratis de buena velocidad. Gracias a
la aplicación NYCbikemap (gran aplicación ya que el mapa de ciclovías queda
guardado y se puede revisar aún sin conección a la red, marcando además la
ubicación de uno a través del puntito azul del GPS del Iphone. O sea NYCbikemap
fue mi copiloto) pude averiguar la ubicación de la tienda de bicicletas más
cercana, que encontramos sin mucho esfuerzo gracias a la ya mencionada
aplicación en la calle 41 con la 1° avenida, a pasos del East River y en la
esquina del edificio de la ONU, barrio cuicón, como casi todo el East Side de
ahí para arriba. No para abajo, que es donde está ChinaTown, descubrimos
también casi por casualidad un rato después.
En Conrad´s Bike Shop no sé si el mismo Conrad nos
pasó unas bicicletas paltonas de paseo con puños y asiento de cuero, con plazo
de 3 horas para andar, porque era sábado y Conrad está chato de esperar a
turistas que se atrasan o pierden y lo dejan clavado en su pinche negocio.
Decidimos bajar por el la vía del East River hasta el
Brooklyn Bridge, que está cerca del extremo de la isla, por allá por donde
empieza el barrio financiero. En el camino la Pao rejura que nos cruzamos en
sentido inverso con Bruce Willis que iba cicleteando río arriba. No puedo ni
afirmar ni contradecir la percepción. Yo al pelao no lo vi.
Nos dio hambre por el camino y paramos en ChinaTown a
tratar de comer algo. Al ser Conrad de tienda cuica nos pasó una cagada de
candado (no como el dominicano de Liberty´s Bicycles, con quien volvimos al día
siguiente, que atinadamente nos pasó una cadena con eslabones como para anclar
un barco y un candado como de portón de fundo) que hizo no nos atreviéramos a
dejar las cletas elegantes solas en un barrio tan piruja (porque ChinaTown es
totalmente flaite). Resumen Macdonald´s to go (que bueno es Macdonald´s en USA!,
ná que ver con los de acá) comido en una placita de barrio junto a unas señoras
jubiladas y las palomas.
En Brooklyn Bridge, una vez pudimos acceder con las
cletas al puente (labor nada fácil ya que están remodelando los accesos. En NY
todo está en permanente remodelación. En todos lados en todos los barrios hay
obras en ejecución, será eso el progreso, digo yo) nos encontramos con flor de
protesta de inmigrantes. Venían hordas de mexicanos, cubanos, puertorriqueños,
coreanos, chinos, africanos y otros indeterminados caminando en sentido opuesto
al nuestro tocando tambores, tocando cornetas (vuvuzelas los africanos) y
gritando por la reforma: what do we want? Inmmigration reform!, when do we want
it? NOW!!
Después caché que parece ser que el puente es lugar
habitual de protestas, una especie de Plaza Italia versión NY.
Costó entonces llegar a Brooklyn, donde sólo conocimos
el parque a orillas del río para apreciar las famosas vistas del skyline de Manhattan,
específicamente de Wall Street a esa altura.
Volvimos por el Manhattan Bridge (puente hermano y
paralelo) y vía ChinaTown a la segunda avenida por donde raudos y ya cachando
mejor los códigos no escritos del ciclismo urbano local (ejemplo no pararse con
la bicicleta justo en la zona demarcada en las esquinas cuando te pilla una luz
roja, ya que por ahí pasan los peatones, algunos de los cuales aprovechan de
descargar alguna tensión guardada contra el incauto e inapropiado cletero
sudaca) llegamos justo a tiempo a la tienda, donde Conrad nos recibió con alivio.
Tercer y último día de cleta. Ya sintiéndonos hábiles
ciclistas volvimos tempranito donde Liberty´s a buscar nuestras híbridas con
cadena de verdad para recorrer la isla por dentro.
La columna vertebral de Manhattan es Broadway, la
única calle oblicua en todo este entramado dameriano de avenidas y calles con
números. En la parte más sur de la isla, la ciudad original, también se
desordena la cosa, las calles son más curvas y tienen nombres propios. El resto
es todo cuadradito y numerado, con calles de un sentido intercalado, una pallá
otra pacá, avenidas de norte a sur, calles de este a oeste. Fácil fácil para un
viñamarino del “plan”.
Broadway entonces es una calle muy importante, mucho
del principal comercio e hitos urbanos están en alguno de sus tramos (Lincoln
Center, que es donde está el Met de ópera, Times Square, especie de “centro” de
la ciudad y sector de los famosos teatros de musicales, Madison Square Garden,
el barrio de los joyeros, etc.)
Bajamos por ella entonces hasta el Village, antiguo
barrio fashion, hoy reemplazado por Chelsea, pasando por Eataly, centro
gastronómico italiano increíble donde paramos a almorzar una auténtica pizza
italiano-neoyorkina (es un lugar al que me hubiera gustado ir alguna vez con el
Mario Canepa, como gozaría ver todos esos quesos, embutidos, pasta, salsas,
restoranes ,etc etc italianos todos juntos).
Vueltecita por el Village, caminata por el Soho,
barrio de artistas y tiendas fashion, todo caro. En una librería de barrio nos
topamos con Zadie Smith firmando autógrafos de sus libros, cual pasaje de
“antes del atardecer”.
Cleteo hasta la punta de Manhattan, Battery Park, con
la mejor vista a la estatua de la libertad. Anécdota bicicletera perfecta,
estando ahí llegaron varios gringos blancos y negros, unos 7 u 8 en bicicletas
pisteras muy pro. Me pidieron que les tomara una foto, ya que acababan de
terminar en ese preciso instante y lugar un viaje en bicicleta que habían
iniciado hace ya un buen tiempo, en California!!
Aprovechamos de visitar Wall Street y el memorial de
las torres gemelas antes de devolvernos cansados pero felices por todo el
contorno del Hudson hasta nuestro barrio y tienda de bicicletas favorito.
Conclusiones:
-Con 8 kms entre el Central Park y la punta de la isla
y 2 km de lado a lado a la altura del mismo parque, Manhattan es la ciudad
perfecta para recorrerse en bicicleta. Está llena de ciclovías, los autos y
hasta las micros respetan al ciclista. Quien no hace su experiencia en
bicicleta al ir creo que se está perdiendo algo importante.
-Considerando lo desafiante de moverse en bicicleta
por una ciudad desconocida para alguien no habituado, creo que la Pao fue la
compañera perfecta para la aventura que da lugar a este relato. Gracias por
apañarme amor!
viernes, 31 de mayo de 2013
Hay muchos Chiles
Hay muchos Chiles.
Hoy por la lluvia me subí a un taxi. Hace tiempo que no andaba en taxi. Había andado en auto esta semana y ya había notado el distinto estado mental, y físico, en que sin darme cuenta entro cuando dejo varios días la bicicleta.
Andar en taxi sin embargo es mucho más distinto.
Me subí al auto con sillones con forro protector, 180 mil kilómetros de historia. Olor algo azumagado. El chofer trata de meterme algo de conversa sobre una noticia de la araucanía que aparece en la radio. Entre mis rasgos fóbicos sociales, la modorra de la mañana y el temor de caer en una discusión (uno nunca sabe de qué lado puede estar un taxista), preferí gruñir.
Pienso, este es un Chile diferente. Este señor anda en esto todo el día, todos los días. En este auto, con esta radio, con este olor. De ese Chile yo no me entero.
Recuerdo la película aquella donde cámara en mano muestran conversaciones de taxi por Manhattan.
Probablemente en los taxis uno puede tener un buen vistazo de lo que es una ciudad, un país. Es como el Chile término medio.
El conductor cambia la radio. Sale hablando Pablo Aguilera. Una señora le cuenta el por qué está pensando separarse. Pablito entre que la escucha y la agarra pal hueveo. Hacen como que es en serio. Le da consejos con voz melosa.
Me duele la guata. Me da una angustia que creo relativa al voyerismo patético al que me obligan a ser oyente. El chofer no da signos de disfrutarlo, tampoco de sentirse agobiado como yo.
Por qué nadie le pone una bomba a Pablo Aguilera?
Hoy por la lluvia me subí a un taxi. Hace tiempo que no andaba en taxi. Había andado en auto esta semana y ya había notado el distinto estado mental, y físico, en que sin darme cuenta entro cuando dejo varios días la bicicleta.
Andar en taxi sin embargo es mucho más distinto.
Me subí al auto con sillones con forro protector, 180 mil kilómetros de historia. Olor algo azumagado. El chofer trata de meterme algo de conversa sobre una noticia de la araucanía que aparece en la radio. Entre mis rasgos fóbicos sociales, la modorra de la mañana y el temor de caer en una discusión (uno nunca sabe de qué lado puede estar un taxista), preferí gruñir.
Pienso, este es un Chile diferente. Este señor anda en esto todo el día, todos los días. En este auto, con esta radio, con este olor. De ese Chile yo no me entero.
Recuerdo la película aquella donde cámara en mano muestran conversaciones de taxi por Manhattan.
Probablemente en los taxis uno puede tener un buen vistazo de lo que es una ciudad, un país. Es como el Chile término medio.
El conductor cambia la radio. Sale hablando Pablo Aguilera. Una señora le cuenta el por qué está pensando separarse. Pablito entre que la escucha y la agarra pal hueveo. Hacen como que es en serio. Le da consejos con voz melosa.
Me duele la guata. Me da una angustia que creo relativa al voyerismo patético al que me obligan a ser oyente. El chofer no da signos de disfrutarlo, tampoco de sentirse agobiado como yo.
Por qué nadie le pone una bomba a Pablo Aguilera?
sábado, 27 de abril de 2013
Semáforos
“si tienes más de 40 años y en la mañana al levantarte no te duele nada quiere decir que estás muerto”
Reflexión sobre la edad, la autoridad y la libertad. Todo aquello que cambia y lo que no lo hace jamás.
La otra noche, tipo 10.30, pedaleando en el moderado frío otoñal al fin entendí, en lo profundo, en lo esencial, por qué me niego a bajarme de la bicicleta, incluso después de 3 pannes seguidas del sistema eléctrico, que aún tienen a “black mambo” en la UCI de las baterías de litio.
Ante la frustración del camino interrumpido tantas veces en un mes tuve la idea pasajera de volver a comprarme un auto, un spark, un maruti, o sea apenas un auto, pero no, no cedí. Me compré de regalo otra bici, coincidiendo justo con mi segundo cumpleaños de movilidad puramente cletera (la novena? décima de mi vida?), “speedy gonzález”, una plegable-urbana-ultrapráctica electrocleta.
Resistí así afortunadamente el impulso pequeño burgués, que cobra aún más significado según lo que sigo contando.
Iba entonces en speedy por la noche de Las Condes, las calles casi completamente vacías en un día martes, y tuve el insight final: lo que más me gusta de andar en bici es saltarme las convenciones de movimiento vehicular, y dentro de estas, su símbolo más preclaro e inconmovible, el inefable semáforo.
Me genera tremendo placer pasar por el costado de una larga fila de autos parados ante una luz roja, y si no viene nada simplemente pasar, ante la mirada entre enfurecida y envidiosa de los enlatados. Así mismo en las noches, sin autos amenazantes, creo que he podido hacer el recorrido completo entre la consulta y mi casa sin tener que parar nunca.
Como la fábula del conejo y la tortuga, ser la tortuga, que a 30 km/hr avanza dribleando la ciudad y sus obstáculos y artilugios.
Pensaba entonces esa noche, en que venía de una significativa conversa con mi viejo amigo de la educación media, perdido para mi por 25 años y reencontrado recientemente, como finalmente todo esto es un modo de lidiar con la autoridad.
Recordábamos en nuestro diálogo los tiempos de dictadura en que nos tocó formar nuestra identidad adolescente. En un colegio además cuyo orgullo era ser espiritualmente coincidente con la honorable junta y sus principios rectores de la la moralidad.
En esa época en que en un inútil ejercicio de limpieza de imagen apareció el spot de “un amigo en su camino” y todos sabíamos que los pacos nunca serían un amigo para uno. Algunos años después los degollados nos confirmarían esa percepción.
Bueno, en mi imaginario cada semáforo es un pequeño paco (de hecho a veces los pacos hacen de semáforos, de-frente-de-lado, generalmente con poco éxito), con su orden imperativa y la amenaza de “falta gravísima” que sería saltarse sus sacrosantos colores. “pare ud., siga ud”, nos dicen, con autoridad total sobre nuestro devenir callejero. Sin derecho a debate o pataleo. Autoridad total, despótica, dictatorial.
Entendí entonces, mientras fluía gozosamente por la esquina de Manquehue o de Tomás Moro con total independencia de los colores y mandatos del “paco de fierro” que esa libertad es un anhelo, una necesidad reencontrada de la que no quiero prescindir jamás.
Saltarse un taco, pasar por una esquina si no viene nadie, cruzar por la mitad de un parque, subirse a la vereda en caso de necesidad, meterse a un negocio, estacionarse en cualquier lado que tenga un fierro al cual encadenarse (simbólicamente puede ser incluso un semáforo!) son compensaciones, tal vez algo tardías, pero importantísimas, de ese adolescente crecido en el país del Capitán General con lentes (y planes) oscuros.
Ese espacio interno, esa sensación de libertad, de libre flujo es lo que me tiene en dos ruedas. Mucho más que el ahorro de dinero, o una abstracta causa ecológica, hay que confesarlo.
Moverse libre, por la ciudad y el paisaje interno, de eso se trata. Y eso no se transa compañero, eso se mantiene presente, ahora y siempre!
lunes, 14 de enero de 2013
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