Cerca de mi casa, en Las Perdices camino a Valenzuela
Llanos, hay un sitio eriazo. Queda justo en una de las tantas curvas de esta
calle, que se nota se conformó en su momento siguiendo las sinuosidades del
canal Las Perdices, hoy subterráneo e invisible, cubierto por una ciclovía y un
parque, que no es como los parques de Vitacura, de los de verdad, pero sí mejor
que lo que había por lo menos.
Este sitio eriazo se nota poco, está rodeado de un
muro que alguna vez fue de bolones grandes de piedra. Dentro de él vive gente.
Una o varias familias que han construído unas chozas. En parte con los mismos
bolones que le fueron sacando al muro, que hoy está conformado sólo por el
cemento en el que los bolones estaban encajados. Seguro se cae al próximo terremoto.
Estos habitantes desconocidos, no sé si corresponde a
una mini toma o si alguien los autorizó en calidad de cuidadores, vaya uno a
saber quien es el dueño legal de esos, calculo a ojo, mil metros cuadrados,
tienen una vida campestre y silvestre, en la mitad de la ciudad.
Concordantemente con ese estilo tienen variada presencia de vida animal. De vez
en cuando he vislumbrado gallinas que picotean libres en el “jardín”, algunos
gatos flojos y además, por supuesto, varios perros de variados tipos, tamaños
y mezclas étnicas.
Uno de esos perros es del que se ocupa este relato.
Uno grande y negro, algo flaco y esmirriado, pero no por eso menos malas
pulgas. En realidad el relato se ocupa de una conjunción entre el perro negro y
las curvas de Las Perdices, que resultaron ser una mezcla catastrófica y fatal,
a lo más Edgar Allan Poe.
Paso todos los días por frente a ese sitio en
bicicleta. A veces por la calle, cuando voy de sur a norte, en virtud de la
deficiente conectividad de la ciclovía, y de vuelta por la mencionada
ciclorruta, muchas veces ya de noche.
Una noche justamente, hace un par de años ya, tuve mi
primera, de dos, caídas estrepitosas en bicicleta. Ya verán cómo cada una de
esas dos, en su propio estilo, se concatenarán para explicarse la tragedia.
Esa noche aciaga venía yo de una cena en una casa
cercana. Eran tipo 23.30, no andaba nadie por la calle. Venía por la ciclovía
cuando de repente siento furibundos ladridos que se acercaban. Al tratar de
identificar la fuente de repente veo al black dog que se acercaba con cara de
malas intenciones. Se ve que de noche amplía su territorio y sale a patrullar
por la cuadra. Sin darme ni cuenta y por estar concentrado en el perro y sus
desplazamientos ominosos, me salí del pavimento de la ciclovía a la tierra del
parque que la circunda justo donde ésta hace una pequeña curva que no vi. Al
tratar de volver a subir perdí el control de la cleta y plaf!, conchazo en el
suelo. Con el estruendo el perro parece que se asustó y arrancó. Por lo menos
esa noche no volví a divisarlo.
La segunda caída fue un poco más pánfila. Al ir
cambiando de pista por Nevería, en pleno mediodía, se me acercó un auto de
improviso y por mirarlo a él, es clara la similitud del mecanismo, mirar algo
que no es el camino a seguir, me incrusté contra un poste, que, una vez más,
está justo en una pequeña curva que hace esta calle en ese punto. Dos costillas
trizadas en esa oportunidad.
Repito que la mezcla de perro, u otro elemento
distractor, curvas y postes puede resultar gravemente perjudicial.
Es así entonces como llegamos al día de la tragedia,
hace una semana. Al salir de mi casa
temprano en la mañana me encontré con gran operativo policial. No
dejaban circular por Las Perdices en ninguna de ambas direcciones.
Una de las virtudes y beneficios de andar en bicicleta
es saltarse gran parte de las restricciones propias de los torpes y exagerados
vehículos de cuatro ruedas. Así entonces en vez de darme la flor de vuelta a la
que se veían obligados los autos, me fui tranquilamente pedaleando por la calle
vacía, mientras conjeturaba cuál sería la causa de tal radical desvío
automotriz.
De este modo, en medio de un extraño y hasta
angustiante e inhabitual silencio a esa hora, se escuchaban incluso los cantos
matutinos de los pájaros, me acerqué de a poco a una estremecedora escena.
Pasadito el terreno que mencionaba había una moto tipo Hurley, pero en versión
china tirada en el suelo. El costado que miraba al cielo se veía golpeado, rayado
y como apachurrado. El costado que estaba sobre el suelo se encontraba justo al
borde de un gran charco de sangre. Dos metros más allá un cuerpo humano se adivinaba
tapado con lonas naranjas, al borde de la vereda. Como cortejo fúnebre había
tres cucas y unos ocho pacos y pacas. Todos quietos, todos en silencio, como
haciendo un velatorio, un homenaje final al caído y su desgracia.
Pasé lento, sin detenerme. Quedé con una desazón que
persiste hasta el día de hoy. No pude evitar imaginar qué habrá sido lo que el
motorista iba pensando justo antes de tener el accidente, en cómo la vida se
puede apagar en un segundo, sin aviso. También me quedé conjeturando en la
causa del accidente. Me llamó la atención no ver ningún auto en la escena,
pensé que alguien lo había atropellado y luego huído.
No fue hasta un par de días después que supe la
historia completa, al decir de alguien que habló con alguien que habló con
alguien que habría presenciado el mortal accidente. Este anónimo testigo
afirmaba que motorista iba de sur a norte raudo en su vehículo cuando un perro
negro se le cruzó en el camino, en ademán de morderle las canillas. El
conductor perdió el control de la moto y tras un par de bandazos fue a chocar
con un poste. Justo pasado el sitio eriazo, precisamente donde está la curva.
Ese poste y la moto que le cayó encima fue todo lo que el infortunado motorista
necesitó para dejar de vivir.
Hoy pasé con atención por el lugar. El poste se ve
golpeado, marcado y en el suelo, junto a la acera hay rayas en el pavimento y
unos trozos de plástico, que alguna vez pertenecieron a una moto.
Me pregunto si los perros acumulan karma. O quién
habrá sido ese perro en su vida anterior. En la próxima por cierto no creo que
le dé para más que cucaracha. Perro culiao.
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