viernes, 19 de agosto de 2011

bicicletas



Recuerdo mi primera bicicleta, una Oxford. Era roja, con gris y tal vez algo de amarillo. Tenía un manubrio circular y achatado, como de un auto pero aplastado. Era una bici de niños, sin rayos y con rueditas laterales al principio. No recuerdo la etapa de las rueditas. O tal vez sí cuando mi padre le sacó solo una, la izquierda, para que yo aprendiera de a poco a confiar en mi equilibrio (tal vez por eso todavía camino medio ladeado a la derecha cuando me asusto). En todo caso cual Freddy Turbina sí recuerdo andadas aventureras por el pasaje donde vivía, hasta subiendo y bajando veredas, gran hazaña de esos días. Esquivando autos estacionados y yendo a mirar a “los cabros de la esquina”, los hijos de la verdulera que tenía justamente en la esquina su tienda y su hogar, poblado de varios niños, cúal de ellos mas moquillento y bueno para el garabato fácil y el pollo de medio lado.

La Oxford no tenía frenos. Si se pedaleaba hacia atrás retrocedía. Función bastante inútil por lo demás. Por lo menos yo nunca logré andar retrocediendo. Había que frenar con los pies, lo que hacía que la gomita de adelante de las North Star se despegara al tiro. Yo trataba de pegarla con neoprén, pero no me resultaba mucho. Y los dedos me quedaban más pegoteados que la gomita.

Una vez andando en el Parque del Salitre con mi padre y hermano éste se sacó la cresta en una bajada. Había heredado la Oxford y al resto se nos olvidó la falta de frenos. No deberían hacer bicicletas sin frenos, aunque sean para niños chicos.

Creo que mi siguiente bicicleta fue la más importante de mi vida. Tal vez hubo alguna entremedio, ya que ahora que lo pienso el salto es bastante grande, de la Oxford para niños a la Cic amarilla (bicicletas Cic, son mejores, superiores, bicicletas Cic.... ¿se acuerdan de la propaganda?).

Recuerdo lo que tuve antes que la Oxford, que fue probablemente mi primer vehículo móvil, un go-kart rojo de fierro (poco plástico en esas épocas), que tenía una calcomanía que decía mi a mi con forma de un pie. Con el tiempo caché que eso era “Mayami” (aaaahhhh....), ese lugar donde mis padres habían ido y que decían hacía calor cuando acá hacía frío y con palmeras. A mi me costaba creerlo.

Ese go-kart igual era penca porque los pedales eran muy cortitos y no agarraba vuelo. O tal vez mis recuerdos son de cuando yo ya tenía las piernas muy largas y no me cabían bien adentro del tarro como para pedalear.

Bueno, no me acuerdo de nada con ruedas entra la Oxford y la Cic. Yo creo que aperré no más con la bici grande, con el asiento lo más abajo posible y harto entusiasmo, ya que era de fierro puro y debe haber pesado 20 kgs. Era lo máximo, con rueda grande y parrilla. Ahora sí era fácil subir y bajar veredas, e incluso llevar a un pasajero en la parrilla. Sentado o incluso de pie si era lo suficientemente cool y arriesgado. Esa parrilla servía también para amarrarle un cordel para tirar otras bicicletas, o para el deporte extremo de todo un verano, tirar un skate en un remedo del sky acuático (a espaldas de las madres del barrio, que encontraban el skate, recién aparecido en esas épocas, “un juguete del demonio”. Como ni se conocían los cascos por esos tiempos, la verdad es que hoy les encuentro toda la razón. Sin embargo más allá de algunos rasmillones, de esos que duran semanas y echan agüita, no pasó nunca nada).

La hazaña máxima era trepar (sin cambios, ojo) la subida de Sausalito y dar la vuelta a la laguna. No faltaba el que sacaba pica con una Caloi de 3 cambios, la primera bici con esa tecnología que vi en mi vida. A la bajada tirarse a 40 km/hr y hacer que el vuelo durara hasta 5 oriente.

Mi padre con buen ojo compró 2 Cic iguales. Por pequeñas raspaduras y altura del asiento nunca hubo un asomo de duda de cual era la mía y cual la de mi hermano. Muchas carreras “a la chilena”, partidos de “bicipolo”con palos de escoba y pelota de tenis, paseos hasta la Avenida Perú y hasta Reñaca.

Finalmente robaron las 2 cletas juntas fuera del flipper de Olmué una tarde-noche en que la criminalidad entró de lleno a mi vida preadolescente. Fuimos a los pacos y ni nos pescaron. Por años anduve mirando a los ciclistas de Olmué a ver si pillaba al ladrón de mi Cic. Nunca más la vi.

Ya en esa época conocía (y admiraba) la que sería mi próxima bicicleta, la Raleight azul media pista de Fabio Perioto, el amigo brasilero del barrio. Con cambios (6 y además 3 platos, ¡o sea 18 combinaciones!). Era rápida, tanto que dejándonos muy atrás a las Cic una mañana de paseos en el Sporting el Fabio se cayó (ruedas delgadas de media pista, malas para andar en tierra) y se quebró el húmero izquierdo.

Cuando el amigo extranjero se volvió a su país tuvo la deferencia de ofrecerme su bicicleta en venta, a precio más que razonable, hay que decirlo. Lo recuerdo claro, fueron 11.000 pesos que mi padre aportó, en honor a mi buen rendimiento escolar y al duelo reciente del robo de mi querida Cic.

Ahí me empecé a dar cuenta que no todo lo que brilla es oro. La media pista era bastante incómoda para subir y bajarse, algo inestable a alta velocidad (el húmero de Fabio como recordatorio elocuente), el asiento harto duro y en definitiva bastante menos “social” que la Cic con su velocidad más reducida y su parrilla “porta-amigos”. Más allá de un par de piques a Con Con por el camino de la costa no conservo mayores recuerdos importantes.

Probablemente la adolescencia trajo otras prioridades, y el andar a pie como símbolo de vida gregaria y vagabundeante. Creo que pasaron años alejado de las 2 ruedas hasta que llegué a vivir a Colonia, Alemania. Fue como ir a una fábrica de chocolates para un niño en abstinencia al cacao.

Colonia es una ciudad de bicicletas. Fue mi primer encuentro con algo casi de otro planeta llamado “ciclovía”, “nur fahrrad” decían las cuestiones. Si uno andaba distraído, vil peatón metido en una ciclovía, el ciclista sajón de ceño fruncido tocaba rabiosamente, y con pleno derecho, su campanilla. A veces hasta profería algún insulto incomprensible, pero acojonante.

Así de validadas estaban las bicicletas. Ahí entendí que eran un medio de transporte de verdad, como había intuído alguna vez al ir al campo y ver a los campesinos volviendo a su casa a las 6 de la tarde.

Como no tenía un peso (un marco, en realidad) comencé un proceso alucinante de autoconstrucción de mi bicicleta, un quiltro negro que nunca terminó de renovarse, durante los 2 años que acompañó mis viajes.

Recogí un marco abandonado en un “cementerio de bicicletas” (estacionamientos de bicicletas cerca de alguna estación de metro importante donde van quedando restos de bicicletas abandonados por sus dueños), al que producto de otros “rescates” fui agregando rueda trasera, delantera, volante, campanilla, etc.

Estos cementerios son tan fecundos en repuestos que muchas veces era más fácil cambiar la rueda delantera completa, antes que reparar un pinchazo. Sólo se necesitaba andar con un set de llaves de tuercas en la mochila, un bombín y un poco de creatividad sudaca.

De mi bicicleta negra, tal vez una de las más queridas por lo autodidacta, hay muchas anécdotas cicleteando por la orilla de Rhin y otros canales de la zona de Hamburgo, por los campos del centro de alemania, similares a los de Valdivia, bosques intercalados con praderas, por Suiza (con dificultad, dado que la mejor rueda trasera que encontré era una que tenía un piñón con solo 3 cambios).

Fue además y por segunda vez en mi vida, después de la Cic, mi principal medio de movilización.

Una historia memorable es cuando en Münster, pueblo universitario cerca de Bremen, en el centro-norte de Alemania salí en mi bólido al bar heavy-metal que tenían unos chilenos, frecuentado por todos los latinos lánguidos perdidos por esos andurriales.

Después de un par de horas (y schops de cerveza con ley de pureza) al salir la escena completa se había puesto blanca y silenciosa. 20 cms de nieve lo cubrían todo. Feliz me fui marcando mi huella continua por la nieve inmaculada, hasta que zas!, en una esquina la bicicleta y mi cuerpo siguieron caminos distintos. Den por descontado que en ese momento me acordé de mi antiguo amigo brasilero, si bien no tuve que lamentar huesos rotos en este caso, solo machucones y el aprendizaje de que cicletear en nieve puede ser bastante resbaloso.

Esa bicicleta se la regalé a un amigo chileno al volverme a este hemisferio. No sé si habrá apreciado en su totalidad la obra de ingeniería que terminó siendo. Probablemente hoy descanse en algún cementerio parecido a los de donde salió, o incluso sus pedazos formen parte de la bicicleta de algún otro inmigrante posterior.

La historia vuelve a saltar unos años. Después de esa maravilla de conectividad cicletera urbana, bicicletear en Santiago me parecía una locura suicida. Lo intenté un par de veces ¡en la Raleight azul! que mi hermano de por ahí había desenterrado y reparado. Sin embargo la intentona no prosperó, no sé si por culpa de la Raleight (parecía tener alguna maldición encima, ¿qué será de ella?) o por el shock cultural de volver a esta sociedad americanista/automovilista/antibicicletista.

Entonces conocí las mountain bikes. Estaban de moda en Chile. En Alemania las bicicletas, por lo menos las que andan por las ciudades, son de paseo. Acá todo mountain. Supongo era (es) el equivalente a la fiebre motorista por los 4x4.

Total, me compré, creo que por primera vez en mi vida pagada por mi, una bicicleta de montaña, Alpina color azul, y con el chiche de la tecnología, amortiguadores delanteros color amarillo. De fierro. En esa época recién comenzaban a aparecer las de aluminio u otros metales.

Rápidamente me di cuenta de que siendo más cómoda que una media pista distaba de la comodidad de una de paseo. Había que pedalear medio agachado, el asiento era bastante más duro y la falta de tapabarros se hacía notar al pasar por los charcos.

De todos modos tuvo una muy buena época subiendo por el Arrayán y el camino a Farellones, como así mismo algunos años después pololeos ciclísticos por el cerro San Cristóbal y por Providencia, donde oh! aparecieron algunas ciclovías. Algo ridículas, hay que decirlo, ya que llevan desde no hay nada hasta aquí se acaba, no son más largas que un par de kms. y a veces tienen un árbol justo en la mitad. Pero supongo es el inicio, una especie de carretera austral del ciclismo urbano capitalino.

A mi Alpina se le vio en su momento con silla de niños bien instalada sobre la rueda posterior, dándole sus primeros paseos a mi hijo en raids familiares por el parque de las esculturas, que aparentemente fueron fructíferos a juzgar por su pasión cicletera actual.

La historia se cierra (por ahora) con esa misma Alpina reconvertida y reloadeada en electrocleta o AC/BC, como le decimos con algunos de los amigos cleteros y electrocleteros.

A la misma bici de siempre le agregué un kit de batería de litio, y motor eléctrico de tracción delantera. Total hoy por hoy he vuelto a la sensación alemana de ser mi bici mi medio de transporte. Me sirve para ir y venir de la consulta 300 días al año. Si quiero pedaleo a lo loco y transpiro, si quiero uso el acelerador, me dejo llevar silenciosamente por el motor y descanso. Una maravilla. Endorfinas aseguradas, ejercicio cotidiano y la continuidad en algún lugar adentro con el niño aquel que montaba la Oxford y frenaba con los pies. La misma sensación de autonomía. La misma sensación de libertad.

Yan Canepa

Santiago de Chile 18 de agosto del 2011.

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